Había algo en el aire que no se podía explicar con fechas ni horas, como si el universo hubiese decidido detenerse un instante para observarlos, ni por algún aniversario, pero para Valery cada instante junto a Jacob merecía su propio ritual.
El apartamento estaba envuelto en una atmósfera cuidadosamente armada, velas encendidas con llama suave parpadeaban sobre repisas y mesitas, lanzando destellos cálidos contra las paredes, mientras la luz tenue se mezclaba con un sutil aroma a vainilla y lavanda, que flotaba en el aire como una caricia invisible. No había música, solo el silencio íntimo que anunciaba que algo importante podía suceder.
El pequeño gato angora, acurrucado sobre un cojín de terciopelo gris, dormía con la tranquilidad de quien se sabe en un lugar seguro. Valery lo observó por unos instantes, y al agacharse para acariciarlo, sintió cómo ronroneaba apenas, como un susurro de hogar.
Por un segundo, deseó que su vida fuera tan simple como ese ronroneo, tan ajena al mundo de