Distantes

Él deslizó la espalda contra el respaldo, sintiendo el terciopelo como bruma marina. Por primera vez desde la tragedia, alguien no lo trataba de lunático. La doctora estaba dispuesta a escuchar, incluso si el relato infringía los límites de lo creíble. Con un asentimiento, programó la siguiente cita. Al despedirse, Miroslava presionó ligeramente su antebrazo: gesto breve, pero firme.

—No te hundas en la culpa que otros te regalan —susurró—. Observa, anota, resiste. La verdad siempre tiene hambre de testigos.

Jacob asintió con su cabeza, recibiendo los consejos de la doctora Miroslava, y con una sonrisa casi inexistente salió del consultorio, con rumbo al trabajo de su novia.

El ocaso incendiaba los ventanales de la torre donde trabajaba Miranda Hale, tiñendo de oro un ambiente que pronto se fracturaría con tensiones aún no resueltas. El reflejo formaba un mosaico ámbar sobre los suelos de mármol blanco. Jacob aguardaba junto al ascensor, respirando el perfume corporativo de desinfectante y café rancio. Cuando las puertas se abrieron, Miranda salió detrás de su jefe directo: carpeta contra el pecho, tacones resonando. Traje ajustado, maquillaje intacto, cabello rubio trenzado con precisión quirúrgica.

—Hola —saludó Jacob, alzando la mano con un intento de sonrisa.

—Hola —contestó ella sin detener el paso. Él se inclinó para besarla; Miranda giró la cabeza y le ofreció la mejilla con una mueca—, he comido aros de cebolla —murmuró, bajando la mirada y frunciendo apenas el ceño—. No querrás probarlo. ―Su tono era ligero, casi bromista, pero sus ojos evitaban los de Jacob con una precisión calculada, como si cualquier contacto visual fuera una puerta que no deseaba abrir.

Bajaron hasta el estacionamiento en silencio, el eco de los tacones marcaba distancias invisibles. Dentro del coche, Jacob encendió el motor, el ronroneo del sedán no bastó para disipar la frialdad.

Él deslizó la mano hacia la pierna de Miranda; ella se hizo a un lado con un suspiro exasperado.

—¿Podemos hablar? —preguntó él.

—Estoy agotada. De verdad, Jake. —La pantalla de su móvil iluminó su rostro, anunciando una cascada de mensajes—. Tengo la cabeza en mil temas.

—¿Me amas todavía? —La pregunta surgió cruda, sin vendajes. Era una súplica disfrazada de valentía, una grieta en la fachada de autocontrol que Jacob intentaba mantener.

No había planeado decirlo, pero el silencio de Miranda, el muro invisible que crecía entre ellos, lo empujó a lanzarla al vacío. Y mientras la pregunta flotaba en el aire, sintió que cada segundo sin respuesta le desgarraba un poco más por dentro.

Miranda apretó los labios. Sus ojos trazaron rutas por el parabrisas empañado. Al final, murmuró:

—No es un buen momento para esa clase de preguntas.

El corazón de Jacob se contrajo. Afuera, las luces anaranjadas del anochecer se diluían en un gris plomizo.

Aceleró con suavidad y tomó la autopista, mientras la radio local zumbaba noticias.

—La policía continúa sin esclarecimientos sobre el homicidio de Mason Fraser—recitó la locutora con voz de terciopelo tenso—. Amigos de la víctima exigen justicia y describen a Fraser como un joven talentoso, sin enemigos conocidos…

Jacob golpeó el botón y la emisora cambió a un riff de guitarra chillón. El volante chirrió bajo sus dedos, mientras que Miranda no levantaba la vista del móvil.

Cuando la dejó en su apartamento, un adiós tibio se perdió en el ruido del tránsito. Ella desapareció tras la puerta ignífuga sin volver la cabeza. Jacob permaneció un minuto completo mirando la hilera de buzones, escuchando sus propios latidos atropellarse. Luego regresó al vehículo y condujo sin rumbo, devorando las avenidas como un náufrago incapaz de encontrar playa.

Una niebla espesa envolvía Vancouver mientras él regresaba a su casa, empapando el aire con una humedad fría que calaba hasta los huesos. A lo lejos, el silbido intermitente de un tren se mezclaba con el crujir distante de los cables de alta tensión, como si la ciudad misma susurrara presagios en clave de amenaza. Las farolas creaban círculos fantasmales; los rascacielos se diluían en perfiles inciertos, al cruzar el puente Burrard, aparcó cerca de la barandilla y apagó el motor, el silencio cayó como un paño húmedo.

Sólo el rumor del agua y, a lo lejos, el gemido de una sirena.

Jacob apoyó la frente contra el volante. El cuero olía a ozono y desesperación. Cerró los ojos, y por un instante fugaz, revivió el temblor de las manos de Mason mientras la sangre se deslizaba entre sus dedos, la manera en que su vida se apagó como un susurro tragado por la música. Luego apareció Alexandria, su rostro salpicado de rojo, hermosa y terrible, con la misma mirada que ahora sentía clavada en la nuca.

Un estremecimiento le recorrió la espalda, y el volante bajo su frente se volvió piedra, testigo silencioso de una verdad que nadie más estaba dispuesto a ver. Pensó en Mason, en la balada lúgubre que llenaba el salón, en la boca ensangrentada de una criatura que no podía existir.

―Tal vez estoy loco. ―se dijo―. Tal vez todo es un delirio ―pero el escozor de las suturas desmentía esa fantasía.

El instinto—ese sexto sentido que rara vez miente— le erizó la nuca. Levantó la cabeza, y al otro extremo del puente, apenas distinguible entre la bruma y la luz mortecina de los anuncios, una silueta femenina se recortaba contra un edificio de oficinas. Cabello largo, abrigo oscuro. Detallada solo por un instante antes de disolverse en las sombras.

Un nudo helado reptó por su columna. Se obligó a parpadear, para enfocar: nada. Sólo columnas de concreto, vallas metálicas y la bruma, sin embargo, el latido en sus sienes se aceleró con la certeza de que algo—o alguien— lo observaba.

El celular vibró: un mensaje del banco, rutina fría de números y Jacob lo ignoró, giró la llave de encendido, haciendo rugir el motor.

En el espejo retrovisor, juraría haber visto un reflejo azulino—un par de ojos en la penumbra—, pero cuando miró de nuevo la carretera solo devolvía la noche.

Alexandria siguió el coche con mirada luminosa, como si ya pudiera saborear el momento en que volverían a encontrarse. No era sólo hambre; era cálculo, deseo, un juego que apenas comenzaba para ella, sus labios curvándose en una media sonrisa cargada de hambre y curiosidad.

Las luces de freno se perdieron tras un recodo y ella susurró, con una voz que apenas parecía un soplo sobre la bruma…

—Jacob.

El viento llevó su murmullo río abajo, mezclándolo con el chapoteo de las aguas negras. Y en ese instante, en algún punto de la ciudad, la puerta entreabierta que Miroslava había nombrado se abrió un poco más, dejando entrar un hálito de oscuridad milenaria.

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