Lo siento

La tarde se desangraba en tonos malva sobre Vancouver cuando Jacob Carrington apagó el motor frente al edificio injertado de cristales donde trabajaba Miranda. El reloj del tablero marcaba las 19:14, hora a la que ella juraba estar saturada de informes, lejos de cualquier tentación.

Sin embargo, la intuición—o quizá la punzada certera del desamor—lo había obligado a esperarla. Con el abrigo alzado hasta la barbilla, permaneció dentro del coche, invisible entre el flujo de vehículos que parpadeaban con intermitentes.

No tardó en verla.

Apareció en el vestíbulo iluminado, y un nudo le cerró la garganta al instante. La risa de Miranda, tan conocida, tan íntima, brotó como una cuchillada dulce. Jacob sintió un sabor metálico en la boca, mezcla de rabia contenida y celos envenenados. Sus ojos, clavados en ella, buscaban una excusa, una duda, pero la escena no ofrecía redención, sujetando una carpeta y riendo con esa vibración que antes reservaba para él.

A su lado, el señor Perrin —jefe, mentor, y ahora protagonista de una sospecha— le rozó el brazo con familiaridad excesiva, ella inclinó la cabeza, cómplice, y el hombre le susurró algo que incendió sus mejillas de complacencia.

No hubo beso; la corrección formal seguía intacta. Pero bastó la cercanía, las miradas que se prolongaban un segundo más de lo debido, para taladrar la última viga de la confianza de Jacob, sus nudillos crujieron sobre el volante.

Cuando Miranda se marchó en un taxi distinto al habitual y Perrin la despidió con dedos que se demoraban en el aire, Jacob supo que el amor —al menos aquel que había defendido con penosos remiendos— acababa de colapsar.

Pisó el embrague, giró en u y se alejó con el estómago convertido en piedra pómez. Mientras conducía, un rostro de ojos azules emergió en su memoria como destello de relámpago: Alexandria, contemplándolo en la penumbra del puente unas noches atrás, o eso pensó haber visto, con esa mezcla letal de curiosidad y posesión.

La cafetería Moonlit Beans era un refugio habitual para él: jazz susurrado, luz ámbar y un aroma a café etíope que enmascaraba la humedad del Pacífico. Esa misma tarde, ansioso por una dosis de certeza, Jacob se sentó en la mesa del ventanal mientras la camarera escribía su pedido, se tensó cuando escuchó la voz de Miranda pidiendo un “americano doble”. Ella llegó tarde, justificándose con un “el jefe necesitaba ayuda extra”. Los labios, maquillados en carmín tenue, enmarcaban una sonrisa automática.

—vamos a aquellos asientos de atrás —la invitó Jacob a un lugar más privado, aunque la petición sonó menos cortés que un desplante—. Necesitamos hablar.

Miranda camino, mientras él le seguía, ella sacó el móvil y rápidamente empezó a deslizar pantallas sin mirar el camino. Jacob abrió la boca, dispuesto a confrontar, pero algo —o alguien— irrumpió en su campo visual. Una mujer de abrigo negro chocó suavemente contra Miranda al pasar a su lado. El golpe fue delicado, casi un roce estudiado; aun así, Miranda exhaló un “¡Eh, cuidado!” muy irritado.

—Lo siento —dijo la desconocida con un timbre seductor. Sus ojos azules brillaron al posarse apenas un instante sobre Jacob. Después, su mirada se hundió en los de Miranda con una intensidad que congeló el aire.

Alexandria deslizó un paso calculado, y en ese instante el aire pareció espesarse, como si la temperatura del ambiente hubiera descendido apenas unos grados. Un silencio denso se instaló alrededor de ellas, como si la ciudad entera contuviera el aliento ante el inminente cruce de dos mundos opuestos y, al fingir un tropiezo, dejó escapar un murmullo apenas audible.

—Qué olor tan empalagoso desprende esta mujer…

El perfume floral le raspó la garganta como jarabe rancio. Alexandria frunció apenas la nariz, conteniendo una arcada silenciosa, mientras sus pupilas se contraían con un destello de desprecio.

Sus labios se curvaron en una mueca contenida, como si el solo aire compartido le repugnara. El codo de Miranda rozó el suyo y, en ese ínfimo contacto, un torrente de imágenes invadió su mente: risas sofocadas en un despacho, botones que se desabrochaban para el jefe tras una persiana, mensajes borrados con dedos temblorosos antes de cruzar la puerta de casa.

“Vino avinagrado y mentiras azucaradas… qué festín de corrupción late en tu sangre, hermosa.” Pensó al ver aquellas imágenes recorrer su subconsciente.

Miranda solo balbució un ¡eh, cuidado! y volvió a sumergirse en la luz verdosa de su teléfono, satisfecha de su actuación de novia agotada. Ni siquiera percibió el estremecimiento que recorrió la piel de Alexandria, un repunte de asco ante la idea de clavar sus colmillos en una vena contaminada de rutina y mediocridad llena de mentiras.

A pocos pasos, Jacob veía como la Miranda que amó, ya no habitaba ese cuerpo, y lo que quedaba frente a él era apenas una actriz recitando guiones de ternura que ya no creía. Alexandria ladeó la cabeza, observándolo a algunos metros de distancia.

“¿De verdad dudas aún, muchacho? Mira sus hombros rígidos cuando intentas tocar su mano… observa el destello en sus pupilas cada vez que un mensaje, que no es tuyo, ilumina su pantalla.” Seguía pensando Alexandria al ver aquel juego de mentiras y cosas ocultas entre su presa y su nueva presa.

Alexandria pudo inclinarse y revelarle la verdad con un susurro.

—Míralo en sus ojos, el deseo ya no te pertenece—. Pero eligió otra escena: el instante venidero en que la sangre abandonaría el rostro de Miranda al descubrir que todo secreto cobra un precio.

Alexandria se alejó con paso felino, saboreando en su mente cada uno de los hilos que empezaban a tensarse. Lo peor aún no comenzaba. La verdadera cacería apenas despertaba en las sombras, y ella, eterna y paciente, ya olía el miedo antes siquiera de que sus víctimas supieran que estaban marcadas, dejando tras de sí un remolino de aire frío que erizó los vellos de Jacob. Él no se atrevió a girar, aunque su instinto reconocía la presencia que su mente aún vendaba con tembloroso olvido.

“Mentiras envueltas en seda barata… ¿y eso prefiere un hombre que probó el filo de mi sombra? Habrá que recordarte, Miranda, que los juramentos se oxidan tan rápido como la carne se desgarra.”

Alexandria imaginó el rostro de Miranda, al descubrir que su verduga poseía su nombre figurando en la genealogía de los seres más despiadados que han existido sobre esta tierra. Su paciencia era tan larga como su sed, y ambas conocían la eternidad.

Jacob, seguía perteneciente en silencio. Miranda, mientras tanto, sería el espejo donde él vería reflejada su ingenuidad antes de hacerlo añicos con sus mentiras y engaños.

“Dejaré que tus mentiras fermenten tu sangre; cuando al fin huela lo bastante amarga, decidiré si concederte un beso que selle tu final… o negar incluso ese favor.”

Con la certeza de un festín inminente incendiándole el paladar, Alexandria se deslizó entre la multitud y desapareció sin dejar rastro, satisfecha de haber avivado el fuego de su apetito para la noche que recién comenzaba.

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