Declaraciones

La luz de los fluorescentes, pálida como leche desnatada, silbaba sobre la sala de reuniones del distrito policial.

Jacob Carrington, traje gris gastado y ojeras insurgentes, tamborileaba los dedos vendados contra el vaso de agua tibia, mientras su mente recorría en espiral cada detalle de la noche anterior. Se sentía como un insecto atrapado bajo una lupa: observado, juzgado, consumido por el calor de una sospecha que no sabía cómo disipar. Las voces afuera eran ecos lejanos; dentro de él, solo quedaban ansiedad comprimida y la certeza de que, dijera lo que dijera, nadie creería su versión.

Al otro lado de la mesa, el inspector Sommer hojeaba—por enésima vez—el expediente de la muerte de Mason Fraser. No era un interrogatorio formal, insistían, solo una conversación para “aclarar inconsistencias”. Sin embargo, los reflejos verdosos de las paredes y la cámara fija en el ángulo superior convertían la charla en un juicio indiscreto.

—Señor Carrington, su relato carece de… solidez narrativa —gruñó Sommer, enganchando su bolígrafo entre los dientes.

Jacob tragó saliva; la herida bajo las vendas palpitó —un recuerdo ardiente de cristales rotos y una noche que ojalá hubiese podido borrar—

—Le he contado todo —respondió, midiendo cada sílaba—. Yo estaba en la habitación de invitados. Oí un estrépito, salí y lo encontré… muerto.

El inspector entornó los ojos.

—No hay huellas suyas en el cuchillo. Pero ¿explicará por qué su sangre salpicó el pasillo y quedó esparcida sobre el lugar?

Jacob abrió la mano. Diez puntos de sutura atravesaban su palma como una boca mal remendada.

—Tropecé con un jarrón. El miedo hace torpes a los hombres, ¿no cree?

Tras él, la puerta se abrió con un chasquido. La abogada Elyse Marchant—blusa perla, mirada afilada—irrumpió como un relámpago de orden.

—Inspector, mi cliente ha colaborado suficiente —declaró, dejando caer su portafolios en la mesa con un golpe seco—. No existe motivo para retenerlo ni un minuto más.

Sommer apretó los labios, frustrado; sabía que las pruebas forenses no alineaban a Jacob con el crimen y que la fiscalía carecía de munición. Pero la familia Fraser exigía un rostro, un verdugo visible que mitigar su duelo.

Mason era un hijo ejemplar, decían los diarios, no un libertino que buscaba seducciones en bares turbios. Las redes sociales, ávidas de carnaza, ya coreaban el eslogan: #CarringtonElCulpable.

Jacob sintió cada letra de ese hashtag incrustarse en su piel, como si fueran clavos ardiendo que perforaban lentamente su dignidad. El pecho le pesaba como plomo líquido y la garganta se le cerraba con la rigidez de una soga invisible.

¿Cuánto faltaría para que incluso él mismo creyera esa versión que daba en su declaración?

A veces, el juicio público dolía más que cualquier condena formal.

Cuando firmó la declaración y atravesó el pasillo principal, los murmullos de funcionarios y ciudadanos parecieron cuchicheos de cuervos señalando carne fresca. Ningún testigo había visto a una mujer salir del apartamento aquella noche. Kyra—la única que podía confirmar su verdad—continuaba sedada en el ala psiquiátrica del St. Paul’s Hospital, riendo a carcajadas huecas o murmurando incoherencias sobre “ojos negros” y “dientes de cristal”.

A cada paso por el exterior gris de la comisaría, el olor a lluvia vieja se mezclaba con la certeza cruel.

―todos creen que fui yo.

El consultorio de la doctora Miroslava Novak olía a menta y papel nuevo. Las ventanas panorámicas ofrecían un pedazo de Vancouver entre brumas, edificios como sombras flotantes. Miroslava—treinta y tantos bien disimulados, con una voz de terciopelo que acariciaba los bordes de las frases y un perfume sutil a lavanda y crema de almendras, traje pantalón azul ceniza, cabello recogido en un moño preciso—lo recibió con una sonrisa tan suave que casi dolía.

—Jacob —saludó, indicándole el sofá de terciopelo grisáceo—. ¿Cómo vas con esos balances de fin de trimestre?

Él se encogió de hombros.

—Sobreviviendo… y renegociando mi guerra personal con las hojas de cálculo.

Miroslava sonrió con gentileza profesional y le acercó una taza humeante.

—Té de jazmín. Prometo que ayuda a espantar los fantasmas cotidianos.

Jacob la sostuvo entre las manos; el calor le devolvió algo de color a los nudillos.

—Si funciona, compraré una caja.

—¿Y cómo estuvo el tráfico? —preguntó ella, cruzando una pierna con elegancia.

—Insoportable. Vancouver decide colapsar cuando más prisa tienes.

Se rieron suavemente, y el microclima de cortesía permitió a Jacob aflojar los hombros. La doctora aguardó un par de segundos adicionales, sorbió su té y, sólo entonces, inclinó la cabeza con serena intención.

—Ahora sí —dijo—, háblame de lo que atormenta tu sueño.

Jacob se aferró al diseño abstracto de la pared para no naufragar en el recuerdo. Cuando comenzó a narrar, lo hizo con voz baja, casi reverente: evocaba la música, el perfume afilado de gardenias, el reflejo del cuadro gigantesco del padre de Mason sobre la sangre de su hijo, derramada en la sala de su departamento. Al describir el rostro de Alexandria—primero un relámpago de belleza, después un estruendo de horror— su garganta se cerró.

—Sus ojos cambiaron… pasaron de un azul glacial a un negro absoluto. En ese instante, sentí vértigo, como si estuviera asomado al borde de un pozo sin fondo. No solo era miedo, era una atracción enferma, una fascinación que quemaba. Era como mirar el rostro de una diosa antigua que acababa de recordar el arte de matar. Era como si la pupila consumiera todo. Y los colmillos… Dios mío, doctora, eran reales. Desgarraban.

Miroslava volvió a cruzar las piernas, mientras garabateaba una nota.  

—¿Dirías que estabas bajo el efecto de alcohol, drogas recreativas, o privación severa de sueño…?

—Había bebido, sí. Pero no lo suficiente para soñar despierto. —Le mostró la mano vendada, las costuras tensas—. No estoy enfermo. Esto es real, tan real como esas puntadas.

La psicóloga no lo contradijo. Sus ojos verdes, tranquilos, chispeaban con un interés difícil de rotular.

—A veces las certezas del mundo se abren como costuras mal hilvanadas —dijo en un tono que acariciaba el aire—. Y algo imposible asoma detrás. Tú abriste una puerta, Jacob. Sea lo que sea, todavía está entreabierta. Debemos explorar lo que hay al otro lado.

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