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Puedes huir, pero no esconderte

Jacob retrocedió dos pasos y sintió los cascotes de cristal incrustarse en sus zapatos de suela. El miedo fue un relámpago que lo sacudió hasta la nuca, devolviéndolo al presente con la violencia de una realidad imposible de ignorar. Un latigazo de dolor provenía de la herida de su mano, pero el terror dilataba el tiempo: vio la forma en que Alexandria se alzaba, más veloz que el parpadeo, haciendo que su cabello ondeara bruscamente. El siseo que brotó de su garganta no era humano; era un lamento de hambre milenaria. Jacob sintió que su visión se nublaba, como si el sonido le atravesara el cráneo y le sacudiera las entrañas. Un mareo súbito lo tambaleó, y tuvo que aferrarse al marco de la pared para no desplomarse, invadido por un vértigo que parecía arrastrarlo hacia una oscuridad sin fondo.

Kyra emergió del pasillo, todavía ajustándose la falda arrugada, con una sonrisa medio dibujada en el rostro y los ojos entornados por la penumbra, como si siguiera atrapada en la frivolidad del juego seductor. No esperaba encontrar más que luces tenues y promesas a medio cumplir, pero la visión la atravesó como una lanza: Mason derrumbado contra el sofá, sangre goteando del sofá a una alfombra color hueso; Alexandria, goteando carmesí, a un metro de Jacob.

El grito de Kyra rasgó la atmósfera y se estampó contra las estanterías. hubo un golpe seco. Alexandria se lanzó sobre ella, desenroscando un rugido que heló el aire. Sus manos se aferraron al cuello de Kyra con la delicadeza de un cepo, levantándola contra el estuco. Kyra pataleó. Los ojos de Alexandria relampaguearon, negras galaxias sin estrellas. Los colmillos se desplegaron, blancos, terribles.

—¡No! —grito Jacob.

Alexandria giró apenas la cabeza; su perfil era la perfecta escultura de la muerte enamorada de sí misma. Kyra cayó al suelo como muñeca partida, los ojos abiertos, y la mente abducida por el horror.

Instante irrepetible: Alexandria aspiró otra vez. El aroma de la sangre de Jacob era más fuerte y apetecible que el del charco donde Mason perdió la vida, incluso podía percibir, el sabor metálico de su sangre en su lengua.

Jacob impulsado por un pánico eléctrico, se abalanzó hacia el recibidor y no lo pensó, solo corrió al ascensor. Alcanzó a hundir con el puño botones al azar; las cortinas de metal comenzaron a cerrarse. En el último resquicio vio que Alexandria lo observaba desde la entrada del departamento de Mason, sin moverse, ella no corría, no gritaba solo sonreía, una sonrisa agria, curiosa como si acabara de leer la primera línea de un libro escrito para ella sola.

Entonces lo sintió.

Un leve latido en el aire, un goteo tibio, dulce, persistente…

Alexandria alzó el rostro, aún manchada del banquete, y cerró los ojos.

Podía oírlo.

El bombeo lento de la sangre de Jacob deslizándose por la herida de su palma.

Estaba bajando… lejos… pero su esencia vibraba como una cuerda fina dentro de su pecho.

—Jacob… —susurró, y su voz viajó hasta él como un soplo invernal justo antes de que las puertas del elevador se sellaran.

Arriba, el penthouse quedó dominado por el silencio de los difuntos. Alexandria lamió la comisura de sus labios, degustando el último vestigio de Mason. En su mente, la sangre no era sólo alimento: era arte, era poder, era una sinfonía roja compuesta por siglos de silencio. Le complacía más el acto que el propósito, como si encontrar belleza en la muerte fuera una forma de redención privada que sólo ella entendía.

Después, con pausa cínicamente fría, recogió un cuchillo de la cocina, lo hundió en la herida abierta del cuello del cuerpo sin vida de Mason y lo dejó cubierto de sangre en la mano inerte de Kyra. Acomodó la escena con la precisión de un dramaturgo celoso: la muchacha aturdida, el amante desplomado, un arma humana regada de culpa.

Satisfecha, se deslizó hacia el espejo del hall. Allí, donde debería haberse visto la figura de una mujer perfecta, sólo había el reflejo de la pared desnuda. Alexandria torció los labios en una mueca de diversión privada; aún así se acomodó un mechón tras la oreja, como si el cristal sí respondiera a su vanidad.

El abrigo cayó sobre sus hombros y con paso etéreo, se internó en la escalera de servicio, con sus tacones resonando como campanillas fúnebres.

En la calle, la llovizna había engalanado los neones con halos difusos. Jacob temblaba detrás del volante de su sedán. La mano—cubierta de improviso con servilletas arrancadas—temblaban, pero el estremecimiento que lo poseía no era puro miedo. Al cerrar los ojos veía los iris de Alexandria transformándose, recordaba el murmullo de su nombre escapando de sus labios sangrientos. El coche arrancó con un rugido y se fundió en la avenida desierta.

Un millón de pensamientos se atropellaban en su mente: Miranda, Mason, Kyra, el vigilante, la policía…

Su pecho subía y bajaba con espasmos desordenados; sentía un nudo en la garganta que no lo dejaba tragar, y sus manos sudaban frío. Cada recuerdo era como una aguja clavándose a destiempo en su conciencia, y el sonido del motor apenas lograba contener el temblor que le recorría los músculos.

Su cuerpo estaba tan colapsado como su mente. y, sobre todos ellos, la certeza fulgurante de que jamás volvería a ser el hombre que subió a aquel ascensor. Porque, en lo más profundo del terror, algo inconfesable latía: un anhelo por saber que era aquello que había contemplado con sus ojos, esos que lo llevó a mirar de cerca el abismo.

En la azotea de un edificio cercano, Alexandria se detuvo bajo la lluvia, con su abrigo ondeando como la capa de un ángel exiliado. Aspiró, y el aroma metálico que flotaba en el aire nocturno llevaba consigo la promesa de una caza exquisita.

Jacob.

Su nombre sabía a volcán y a primavera.

Con una sonrisa que sólo la oscuridad fue testigo, se escabulló entre las sombras de la escalera de incendios. La ciudad dormía, ignorante de que, en esa noche, un pacto invisible se había sellado.

Un vínculo de sangre, deseo y ruina.

Hasta que la sangre los separara.

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