—¿Sabes a qué hora se fue exactamente? —pregunté, con voz firme, mientras mis ojos se clavaban en Ángel.
Seguía sentado en el suelo, apoyado contra la pared como si de repente llevara siglos cargando un peso que ya no podía sostener. Su rostro estaba marcado por los golpes de Ezra, pero lo que más se notaba no era el dolor físico, sino la herida invisible en su orgullo.
Se llevó una mano a la nariz ensangrentada, apretándola con torpeza para detener el flujo. Cuando habló, lo hizo con un tono apagado, casi quebrado:
—Temprano… casi de madrugada. Fue antes del amanecer.
Asentí, despacio.
Claro que había sido entonces.
La maldita había escogido el momento perfecto: cuando el palacio aún dormía, cuando las sombras eran dueñas de los pasillos y las patrullas se movían cansadas, sin rigor.
Calc