Me giré hacia Ángel.
Seguía allí, de pie junto a la puerta, con los labios partidos y la sangre manchándole la camisa. No apartaba la vista del suelo, pero yo podía sentir lo que bullía dentro de él.
Sabía que ese chico no era tan ingenuo como parecía. Había visto más cosas de las que dejaba entrever. Y aunque ahora se mostrara débil, roto, en su interior latía algo más oscuro. Yo podía verlo. Yo siempre lo veía.
—Escúchame bien —dije, midiendo cada palabra para que no hubiese ambigüedad—. Escribe una carta para Su Majestad. Explícale, con toda exactitud, lo que ocurrió. No omitas nada: horas, nombres, síntomas, quién halló a quién, quién salió y en qué dirección. Quiero que sepa que controlamos la situación… y que se hará justicia.
Ángel asintió con lentitud. Sus ojos se posaron en los míos unos segundos, buscando quizá una señal de indulgencia o una orden oculta; no halló ninguna. D