La mujer acortó la distancia entre nosotras con una furia descontrolada. Pude ver claramente su intención antes de que pudiera ejecutarla: su brazo se elevó en el aire, listo para abofetearme.

Pero no se lo permití.

Con un movimiento ágil, atrapé su muñeca antes de que siquiera rozara mi rostro. Intentó liberarse, pero su fuerza era insuficiente para quebrar mi agarre. Luchó con vehemencia, su respiración agitada, mientras yo mantenía la calma, mi expresión serena e imperturbable ante su evidente frustración.

Elevé la barbilla, sosteniendo su mirada con firmeza. Su pecho subía y bajaba con rapidez, como si la ira pudiera estallarle en cualquier momento. No me intimidaba, pero lidiar con alguien cegado por su propio orgullo resultaba agotador.

—Le daré un consejo que, sin duda, necesita —dije con voz firme, sin rastro de temor—. Si quiere vivir en paz, debería arrodillarse y suplic