୧ LI ୨

Las lágrimas brotaron como presas que se rompen: calientes, implacables, surcando mis mejillas en ríos que no obedecían a mi voluntad. Mi cuerpo se convulsionaba en sacudidas silenciosas; los sollozos me hicían encorvar los hombros y el mundo se redujo a ese temblor que me recorría de pies a cabeza.

Nuriel no dudó.

Se incorporó con la calma de quien sabe exactamente qué hacer y me atrajo hacia sí en un abrazo tan suave que dolía.

No lo merecía.

No merecía la tibieza de sus manos, la paz en su voz, la forma en que apoyó la barbilla sobre mi cabeza y dejó que mi llanto se disipara contra su pecho. Era demasiado buena para el veneno que yo llevaba en la falda; demasiado limpia para la mancha que estaba a punto de confesar.

Aun así, me rendí a su consuelo. Me dejé hundir en su olor —una mezcla de sándalo y jabón— y en la seguridad de su abrazo, con la absurda necesidad de memorizar cada centímetro de calor que me of
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