Otoño.

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Hace años, cada vez que el cielo amenazaba tormenta, una angustia punzante se apoderaba de mí.

No importaba dónde estuviera ni qué hiciera: bastaba con el murmullo del trueno o el olor a tierra mojada para que mi mente me arrastrara sin piedad a recuerdos que creía enterrados.

Revivía con cruel intensidad momentos que desearía olvidar. Noches interminables, llenas de pesadillas recurrentes donde todo salía mal, donde el dolor parecía renovarse, intacto, fresco como una herida abierta.

Durante mucho tiempo pensé que aquello nunca acabaría.

Me resigné a cargar con ese eco del pasado, como si fuera una cicatriz invisible. Lo acepté con valentía, o al menos eso me repetía. Al fin y al cabo, era solo eso: el pasado.

Su poder debía quedarse allí, lejos, donde no pudiera alcanzarme.

Pero el tiempo, paciente y terco, demostró lo contrario.

Con los años, algo cambió.

Las pesadillas se hicieron menos frecuentes, los