—Ah, por supuesto. Ahora entiendo —susurró con voz aterciopelada, llena de seguridad y diversión—. ¿Estás celosa?
Esa simple pregunta encendió una chispa dentro de mí. La furia y la vergüenza se arremolinaron como olas violentas, golpeando mi pecho y haciéndome sentir fuera de control.
—¿Celosa? —bufé, desviando la mirada, intentando ocultar la tensión que me recorría—. No digas tonterías.
Nuriel se separó de la puerta y avanzó hacia mí con pasos lentos, medidos, como una cazadora aproximándose a su presa. Cada movimiento suyo estaba cargado de intención, de seguridad y de desafío. Sus ojos brillaban con esa mezcla de travesura y deseo que siempre había sido mi debilidad, y ahora parecía que lo sabía.
—Tienes agallas, Aylen —dijo, su tono era mitad regaño, mitad admiración—. No solo me gritas, sino que te atreves a darme órdenes. A mí.
Su cuerpo quedó a escasos c