La sala ceremonial del bastión de los magos del Este era un círculo de piedra blanca, con columnas que llegaban al cielo como si quisieran tocar el mismísimo aliento de la luna. En el centro, un brasero encendido iluminaba los rostros jóvenes que esperaban su nombramiento. Cada uno vestía una túnica del color de su afinidad mágica. Azul para el agua. Verde para la tierra. Plateado para el viento. Rojo para el fuego.
Yo estaba allí como invitada de honor. Un símbolo. Un testigo de las heridas que pueden dejar los dones cuando no se entienden.
La luz del fuego bailaba sobre mis manos. Manos que una vez supieron curar. Matar. Amar. Destruir.
A mi lado, un anciano con túnica negra —el Maestro Arveth— reci