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El aire olía a ceniza.

Aunque habían pasado semanas desde la última batalla, el humo parecía aferrarse a la tierra como un recuerdo que se niega a desvanecerse. La tierra estaba negra, quebrada. Como nosotros.

Ronan caminaba unos pasos delante de mí, guiando el camino a través de lo que una vez fue la aldea de Tir Belan. Las casas eran esqueletos humeantes, algunas aún con trozos de madera crujiente que se desmoronaban al tocarlas. Los pocos sobrevivientes trabajaban en silencio. No lloraban. No hablaban mucho. Solo reconstruían.

Como si al levantar una pared nueva pudieran contener el dolor.

Yo no tenía magia. No desde lo que pasó. La luna ya no me respondía

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