El mundo olía a ceniza.
Y a mí.
Mis párpados eran pesados como piedra mojada, y el simple acto de respirar parecía arrancado de un cuerpo que ya no me pertenecía del todo. La luz de la luna, antes cálida, envolvente… ahora era distante, casi fría. Como si me mirara con una mezcla de pena y juicio desde allá arriba, donde aún reinaba intacta.
Yo no.
Estaba rota.
Mi piel llevaba cicatrices que no eran físicas, sino mágicas. Fracturas en mi esencia, grietas por donde la energía lunar se escapaba de forma inestable. Cada vez que parpadeaba, sentía mi magia pulsar, salvaje, como un animal enjaulado que hab&iacu