A la mañana siguiente, Gabriele llegó a su casa en compañía de Luciano, sabía que no sería fácil lidiar con sus padres. Cuando abrieron la puerta del salón principal, se encontraron con unas miradas que los acusaban, el padre de Gabriele con el ceño fruncido, y su madre con una expresión de preocupación. Solo Amalia, su hermana, rompía la tensión con una sonrisa suave. Al verlos entrar, se levantó de inmediato, abrazando a Gabriele con calidez, y luego saludó a Luciano con una mirada tranquila y un gesto sincero. El padre fue el primero en hablar, con una voz áspera:
—¿Dime, Gabriele, ¿cómo piensas manejar toda esta locura?
Gabriele abrió la boca para responder, pero Luciano lo tomó suavemente del brazo y dio un paso al frente. Su mirada era desafiante, firme, sin mostrar temor.
—No es una locura, señor Di Lucca —dijo con una voz llena de determinación. — Estoy aquí para decirles que amo a Gabriele. No voy a permitir que nadie nos separe, ni ustedes, ni mi familia.
El padre de Gabriel