Gabriele ajustó sus gafas oscuras con una mano insegura, mientras el sol del mediodía ardía en lo alto, cegando. Con la otra, se aferraba al brazo de Luciano como si fuera su único apoyo en un mundo que parecía tambalearse. No recordaba la última vez que había caminado entre gente sin sentir miedo a que lo miraran.
—¿Cariño, estás seguro de que quieres hacer esto? —Preguntó Luciano, con voz suave, atento a su respuesta.
—No lo sé —susurró Gabriele, con la voz vacilante, y se detuvo frente al restaurante.
—Pero si sigo huyendo de la gente, nunca voy a poder superar mis miedos.
—Luciano le sonrió con calidez, abriendo la puerta de vidrio y dejándolo pasar primero. Gabriele entró, y el ruido del mundo exterior pareció reducirse a un zumbido lejano, como si las voces y la música fueran solo un eco distante. Las miradas no tardaron en llegar, como ráfagas impredecibles. Algunas llenas de juicio, otras sorprendentemente sinceras. Y luego algo distinto.
Desde una mesa al fondo, una mujer may