Al día siguiente, Gabriele despertó sintiendo algo diferente. No era solo alegría, sino una sensación más profunda. Como una mezcla tranquila de felicidad y expectativa, como si la idea de mudarse con Luciano a una ciudad nueva le hubiera abierto un espacio brillante en el pecho. Sentía que su alma, aunque todavía marcada por cicatrices, se había envuelto en una manta cálida, que le daba consuelo. Algo en su interior comenzaba a encontrar su lugar. Las piezas dispersas, rotas, de su historia, por fin empezaban a encajar.
Se había levantado tarde. El apartamento estaba en silencio, iluminado por la luz dorada que entraba por las grandes ventanas. Sobre la mesa de la cocina, le esperaba una nota doblada a mano. La caligrafía inconfundible de Luciano le hizo sonreír antes incluso de leerla:
Cariño, pedí desayuno. Come tranquilo.
Nos vemos esta noche.
Te amo.
Gabriele apoyó la nota sobre el pecho y cerró los ojos por un momento. Respiró profundo, dejando que ese amor sencillo, cotidiano