Luciano entró en la mansión Vaniccelli y se dirigió a la sala principal, donde su padre lo esperaba de pie, con las manos cruzadas detrás de la espalda. A su lado, como una sombra más discreta, estaba su tío —el padre de Alessandro—, quien durante años había manejado los negocios más delicados de la familia.
—¿Estás orgulloso? —le preguntó su padre en cuanto Luciano cruzó la puerta—. ¿Eso es lo que querías? ¿Destruir el apellido Vaniccelli, solo porque se te dio por convertirte en un maldito maricón?
Luciano no respondió de inmediato. Se quitó los lentes como si cada gesto fuera un escudo para protegerse.
—No destruí nada. Solo fui honesto, y si soy un maricón como tú dices, ya deberías haberlo aceptado.
—¡Honesto! —gritó su padre, y en un abrir y cerrar de ojos le dio una bofetada seca en la mejilla.
Luciano apenas mostró alguna reacción, aunque la quemazón en la piel le molestó.
—¿Qué clase de idiota eres, que se te dio por acostarte con un hombre, te aburrían tanto las mujeres?
—N