El sol de la tarde caía inclemente sobre el campo de béisbol. El bullicio de los fanáticos llenaba el aire, mezclado con el crujido de las grados y el olor a palomitas de maíz. Scott ajusta su gorra mientras se posiciona en el plato de bateo, concentrado, moviendo ligeramente los hombros para aflojar la tensión.
—¡Vamos, Scott! —gritan algunos compañeros del banco.
El lanzador, un joven fornido con cara de pocos amigos, lanza la bola con fuerza. Scott, con la vista fija, se prepara para batear... pero el lanzamiento se le va desviado, demasiado cerca, y el impacto es inevitable. La bola le golpea directamente en la muñeca izquierda. Todo por estar distraído. Nunca quise gritarle a Julieta pero ya no había vuelta atrás.
—¡Ahhh! —gime Scott, soltando el bate que cae ruidosamente al suelo.
Los árbitros señalan base por bola, pero él apenas puede mover la mano. Camina hacia la primera base con una mueca de dolor, tratando de disimular su incomodidad ante el público y sus compañeros. Termi