Un maldito hábito

El techo parecía cada vez más blanco. Más plano. Más hueco. Peter intentaba concentrarse, hacer que su cuerpo respondiera, pero era como empujar una puerta que no abría. Su esposa, su loca y tierna Lizzie ya no lo calentaba de ninguna forma.

Lizzie estaba debajo de él, en silencio primero. Luego suspiró con fastidio.

—¿Otra vez no?

Miró a su entrepierna esperando que no fuera cierto, Pero ahí estaba la prueba. Flácida. Muerta. Ya nada lo hacía despertar.

Peter se dejó caer a un lado de la cama frustrado, girando sobre su espalda. Pasó un brazo por encima de su frente y cerró los ojos. No quería seguir ahí, sabía la tormenta que se aproximaba.

—Estoy cansado — murmuró más para él que para ella.

—No. No estás cansado, Peter. Estás en Cancún, en un resort cinco estrellas, en una suite que cuesta una fortuna, y no puedes siquiera tener sexo con tu esposa. Quieres explicarme ¡¿Qué carajos te pasa?!

—No sé — dijo él, sin abrir los ojos. Su voz sonaba apagada, sin vida. Como su vida…

—¿Es otra?

La pregunta cayó como una piedra. Peter bajó el brazo y la miró.

—¡¿Qué?!

—¿Estás pensando en otra? Porque de verdad, ya no puedo más. No sé si es algo físico, emocional o qué, pero esto... esto es una m****a.

Peter se sentó en el borde de la cama. Pasó una mano por el rostro y negó.

—No pienso en nadie. Solo me siento... presionado. Vacío. Cansado.

Lizzie rió, una risa amarga y rota.

—Claro. “Cansado”. La excusa de siempre.

—No es una excusa — refutó, tratando de contener la rabia que tenía, aunque ya no sabía si era contra el mismo o contra todo.

—¿Sabés cuántos embarazos he perdido, Peter? Porque yo ya perdí la cuenta. ¿Y vienes con que estás “presionado”? ¿En serio?

Peter la miró. Quiso acercarse, decirle algo que la calmara, pero no tenía nada que decir. Nada real. Nada que funcionara. Ya no…

—No me digas nada — le soltó ella, con voz baja y dura —. No me digas nada porque si lo haces, voy a terminar tirándote algo por la cabeza. Y mejor ve pensando en que vas a dormir en el sillón esta noche, porque conmigo no te vas a acostar. Maldito bastardo.

Peter apretó la mandíbula. No respondió. Caminó hacia la mesa de luz, tomó el paquete de cigarrillos que escondía en el cajón y salió a la terraza.

La brisa salada lo golpeó con fuerza. Encendió el cigarro y se apoyó contra la baranda. Dejó que el humo le quemara la garganta. Hacía años que lo había dejado. Había prometido no volver nunca más a esa adicción de m****a.

Hasta que en ese momento volvió a pensar en Vicky Falcone.

Solo con recordarla, algo se encendió en su cuerpo.Fue como si su energía volviera de la nada. El cigarro tembló un poco en su mano. Cerró los ojos. Se imaginó a Vicky como aquella última vez. El cabello pelirrojo furioso cayéndole por los hombros, la risa ronca, la piel desnuda sobre la suya.

Y entonces pasó. Su cuerpo reaccionó como si fuera un adolescente. Quiso ignorarlo. Lo intentó. Pero cuando bajó la mirada y se vio así, duro, excitado, solo en la oscuridad de la terraza, no lo pensó demasiado.

Apoyó la cabeza en el respaldo de la reposera. Bajó la mano hasta su pantaloncillo. Cerró los ojos. 

Y se dejó llevar por el recuerdo de aquella duendecita roja. Sus gemidos suaves, su respiración entrecortada, esa forma en que lo miraba mientras lo besaba, como si no hubiera nadie más en el mundo.

—¿Qué carajo estás haciendo?

El grito lo trajo de vuelta a la realidad como una bofetada. Abrió los ojos.

Lizzie estaba en la puerta de la terraza. El cabello revuelto, una bata apenas atada, los ojos desorbitados de furia.

—No... — murmuró él, intentando incorporarse —. No es lo que piensas, Lizzie.

—¡¿No es lo que pienso?! ¿Te estás masturbando en la terraza mientras yo estoy llorando en el baño, Peter? ¡¿En serio?!

Peter se acomodó el pantalón, sin mirarla. Se sintió expuesto, ridículo, miserable.

—No te quise herir.

—¡¿No me quisiste herir?! ¡Te juro que no lo puedo creer! ¿Quién carajos te crees que eres? Porque yo ya no te reconozco. No eres el hombre con el que me casé. No eres nada.

—Ya sé que no lo soy.

Resopló frustrado, no era esto lo que quería para estas vacaciones. La idea era, por una última vez, intentar recuperar su fraccionado matrimonio. Y ahí estaba, con una Lizzie que no le calentaba desde hace mucho, pensando en esa duendecita pelirroja que de solo evocarla le levantaba el águila que tiene entre las piernas.

—¿Y sabés qué? Me da asco. Me das asco. No quiero escucharte. No quiero verte. Y no quiero dormir contigo.

Peter volvió a apoyarse en la baranda. Dio una calada larga al cigarro. Ni siquiera discutía ya. No valía la pena. 

Todo se había ido a la m****a con la última pérdida. De solo recordarla en el suelo ensangrentada y suplicando porque no fuera cierto le dolía, incluso más que a ella.

—Ya quedamos en que voy a dormir en el sillón —dijo con voz cansada y sin mirarla.

—Genial. Así estamos los dos cómodos. Tú con tus fantasías de m****a con quién quiera que sea la puta que fantaseas y yo con la certeza de que me casé con el hombre equivocado.

Ella dio media vuelta y entró. La puerta se cerró con violencia.

Peter se quedó allí, en silencio. Mirando el cielo oscuro sobre Cancún, preguntándose en qué momento todo se había desmoronado. En qué momento dejó de amar a Lizzie. En qué momento Vicky Falcone se convirtió en su último refugio.

Y lo peor de todo era que no tenía ni una sola respuesta. Solo un cigarro medio consumido, una erección incómoda y el amargo sabor de saber que, a pesar de todo, no podía sacársela de la cabeza o quizás, solo quizás del corazón.

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