Los días pasaron casi sin que Vicky se diera cuenta y cuando menos lo esperaba, el rugido de las turbinas era apenas un murmullo en la cabina insonorizada del jet privado. Tory no podía dejar de mirar por la ventanilla mientras el cielo celeste se abría frente a ellas como una promesa. Por su parte, ella intentaba aplacar los nervios, no era primera vez que volaba, pero todo era tan nuevo e impresionante al estar ahí.
—¿Ya estamos en México, mamá? —preguntó por tercera vez, con los ojos bien abiertos.
Vicky sonrió, acomodándose el cinturón, para luego apretar suavemente la manito de su hija.
—Todavía no, mi amor. Falta un poco. ¿Quieres otro jugo?
Tory asintió tan rápido que parecía un perrito de taxi.
La asistente de vuelo, una mujer de acento neutro y uniforme impoluto, se acercó de inmediato con una bandejita con jugos naturales, frutas cortadas y unos muffins que parecían salidos de una revista de cocina.
—¿Algo más para la señorita Falcone?
—No, gracias —dijo Vicky con una sonrisa amable. Aún no se acostumbraba a que la llamaran así.
Desde que había sido reconocida como hija de Patrick Falcone, su vida había dado un giro inesperado. Pero este viaje, estas vacaciones solo con Tory, eran otra clase de sueño cumplido. Por fin, tiempo de calidad con su hija. Sin estudios, sin estrés, sin obligaciones. Solo ellas dos. Y el mar.
—¡Mirá, mami! ¡Estamos sobre las nubes! —exclamó Tory, con la nariz pegada al vidrio.
—¿No te parece mágico?
—Es como volar en una cama de algodón. Pero más rápido —contestó, dándole un mordisco al muffin de arándanos.
Vicky rió. El corazón se le llenaba de alegría al ver a su hija tan feliz. Sabía que esos recuerdos iban a quedar grabados para siempre, y que ella, a pesar de todo lo que había pasado, estaba haciendo las cosas bien.
El vuelo pasó rápido entre risas, dibujos en la tablet, juegos de adivinanzas y alguna siestecita. Cuando descendieron en el aeropuerto privado de Cancún, un chofer vestido de traje los esperaba con un cartel que decía "Señorita Victoria Falcone y familia".
—Bienvenidas a México, señorita Falcone. Es un honor tenerlas con nosotros —dijo con una leve reverencia.
Tory soltó un "¡Wow!" apenas vio el auto negro brillante que las esperaba. Un SUV de lujo, con aire acondicionado a punto, agua fría, tablet en el asiento trasero y un aroma a cuero nuevo que a Vicky le hizo sonreír. Se sentía como una estrella de cine. O como una Falcone, que era casi lo mismo.
—¿Este es nuestro auto, mamá?
—Sí, bebé. Y nos lleva directo al resort.
—¡Ay, me siento como una princesa!
Vicky la abrazó por los hombros, emocionada.
—Lo eres, Tory. Mi princesa valiente.
El camino hasta el Conrad Hilton Riviera Maya fue un desfile de palmeras, cielo celeste y mar turquesa asomándose entre los árboles. Tory se fue preguntando todo lo que le llamaba la atención al chofer y él, amablemente le respondía. Cuando llegaron al ingreso principal del resort, Vicky se quedó sin palabras.
La entrada era majestuosa. Una estructura moderna con detalles de piedra, madera y vegetación tropical, rodeada por espejos de agua y jardines perfectamente cuidados. Apenas el auto se detuvo, un grupo de empleados salió a recibirlas con sonrisas amplias.
—Bienvenida, señorita Falcone. Pequeña señorita —Una mujer con uniforme blanco y dorado le ofreció una toallita fría perfumada con menta y agua de rosas—. Es un honor tenerlas con nosotros. Ustedes son huéspedes VIP.
Tory observaba todo con los ojos como platos. Una joven se agachó a su altura y le ofreció un juguito en un vaso decorado con sombrillita.
—¡¿Para mí?! —dijo Tory, emocionada.
—Claro que sí, pequeña. Tú también eres VIP.
Vicky no sabía si reír o llorar de emoción. El trato era impecable. Les pusieron las clásicas pulseritas del resort, pero las suyas eran distintas: doradas, con pequeños detalles que las distinguían del resto.
—Con estas pueden acceder a todas las áreas del hotel, sin restricciones. Todo está incluido: restaurantes, spa, actividades acuáticas, piscina privada y acceso directo a la playa —explicó el joven de recepción mientras las acompañaba en un carrito eléctrico hacia su suite.
—¿Tienen mini club? —preguntó Tory, entusiasmada.
—Tenemos uno de los mejores de la Riviera, señorita. Y shows nocturnos para niños.
—¡Mamá, me quiero quedar a vivir acá!
Vicky rió, acariciándole el cabello.
—Vamos a disfrutarlo, eso es seguro.
Cuando llegaron a la suite, Vicky se quedó boquiabierta.
Era enorme. Techos altos, grandes ventanales con vista directa al mar Caribe, una cama king size, un living separado con sillón cama, y otra habitación con dos camas para Tory, dos baños completos, una terraza privada con una mini piscina y un jacuzzi y una decoración que combinaba lujo con detalles locales. Un aroma suave a coco y vainilla flotaba en el aire.
—¡Mirá, mamá! ¡Tenemos piscina! —gritó Tory, corriendo de un lado al otro como si explorara un castillo encantado.
—Y cama gigante —dijo Vicky, dejando caer su bolso y hundiéndose en el colchón mullido.
—Las maletas llegarán en unos minutos —avisó el asistente mientras se despedía—. Cualquier cosa que necesiten, solo marquen el botón VIP desde el teléfono. Están en su casa.
Vicky se quedó un momento en silencio, sentada en el borde de la cama. Miró a su hija, que ya se había puesto el traje de baño con forma de sirena, y no pudo evitar sonreír.
Quizás, después de todo, el paraíso existía.
Y al menos por ahora, era todo suyo.