Tory llevaba casi a rastras a Peter hasta el lugar donde se haría la competencia de castillos de arena y no era porque él no quisiera ir, sino porque no sabía cómo hacerlos. De niño no tuvo la suerte de ir a la playa y disfrutar de esa actividad tan simple, tan familiar, que se sentía apenado, pero para la niña no existía un no como respuesta.
Vicky los seguía negando tanta animosidad de su hija, pero verla feliz la hacía feliz a ella, que los dejó ser. Si era cierto que la loca de Elizabeth se había ido, eso era un alivio para ella.
Peter, por su parte, se dejó arrastrar sin oponer demasiada resistencia. El cabello mojado de Tory saltaba en mechones rubios y pelirrojos oscuros bajo el sol, sus pasos pequeños marcaban huellas veloces en la arena, y la voz aguda de la niña no paraba de dar indicaciones que él apenas comprendía.
—¡Apúrate, Peter! ¡Si llegamos tarde no vamos a tener un buen lugar para empezar! —decía la pequeña, con esa seriedad que solo los niños saben fingir cuando cre