El abuelo

El sol del mediodía caía con fuerza sobre el patio de la mansión. El agua de la piscina brillaba como un espejo turquesa, y las risas de Tory rompían el silencio solemne de aquel lugar. La niña chapoteaba feliz, lanzando sus brazos al aire como si la vida no fuera más que un juego de verano. Dos perros enormes descansaban cerca, atentos pero tranquilos, como si reconocieran que ella era parte de la manada.

Vicky, en cambio, permanecía recostada en una reposera, con los ojos fijos en un punto cualquiera del cielo. La piel tostada por el sol contrastaba con la tensión en su expresión. No había relajación en su postura, solo un intento de aparentar calma para que su hija no percibiera su angustia. El sonido del agua y la risa de Tory eran un bálsamo, pero también un recordatorio cruel: estaban atrapadas en una jaula dorada.

El ruido de pasos firmes sobre el piso de piedra la obligó a volver la mirada. Rodrigo apareció desde la galería, impecable en una camisa clara y pantalón de lino. Su
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