Satoru no había escatimado en detalles. Desde el anillo de compromiso que mandó hacer con una piedra de jade tallada a mano, hasta los kimonos de seda que encargó especialmente para Kira. La trataba como una prometida real. Cenaban juntos cada noche, y en la intimidad de las conversaciones, ella lo trataba como a un chico normal, sin reverencias ni temor. Le quitaba las migajas de arroz de la boca, se burlaba de sus costumbres estrictas, le contaba anécdotas de su adolescencia rebelde. Él, en vez de molestarse, comenzaba a reírse con ella, fascinado por su desparpajo.
Una noche, Kira acababa de salir de la ducha cuando lo escuchó llegar. Tenía puesta una toalla blanca alrededor del cuerpo y el cabello húmedo pegado al rostro. Caminó hasta la puerta justo cuando él entró en la habitación.
Satoru se detuvo en seco.
Ella lo miró con una sonrisa contenida, notando perfectamente la reacción en su cuerpo.
—Tan evidente es? —preguntó con picardía, dejando caer la toalla con una aparente inoc