El día de la iniciación había llegado, y lo hizo con la gravedad que solo los siglos de tradición pueden conferir. El templo se vestía con un silencio reverente, una quietud casi palpable que se extendía en el aire denso, cargado de historias, juramentos y sacrificios. Bajo la atenta mirada del Pontifex Maximus y de Occia, los aspirantes a la Guardia se preparaban para el rito que decidiría su futuro. Los reclutas fueron llamados uno a uno para avanzar por el patio del templo, con pasos medidos y firmes sobre la piedra fría.
Vestidos con túnicas ceremoniales blancas, símbolo de pureza y humildad, sus pies descalzos rozaban el suelo en un gesto que los conectaba con la tierra y con el juramento que estaban a punto de pronunciar. Cada movimiento estaba cargado de solemnidad y cada respiración contenía la tensión de un momento irrepetible. La luz filtrada por las columnas resaltaba los contornos de sus rostros: algunos eran jóvenes y todavía tenían el brillo ingenuo de la esperanza, mie