“Un fuego brillante convierte en llama y luz todo lo que arrojamos en él.”
— Marco Aurelio, Meditaciones 10.31
***
Roma, hace cinco años.
El mármol helado le cortaba la planta de los pies.
Catalina avanzó un paso. Después otro. El eco la siguió, rebotando en las paredes altas del templo como si el espacio mismo murmurara su nombre. El silencio era profundo, casi líquido. Y al fondo, inmóvil como una estatua, el Pontifex Maximus la esperaba.
Su túnica era blanca como la nieve. Sus ojos, más fríos aún.
Cuando alzó el brazo y la señaló, lo hizo con la solemnidad de quien dicta una sentencia.
—Sacerdotem. Vestalem. Quae sacra faciat.
El murmullo de los asistentes se apagó de golpe. Catalina no entendió la frase, pero sí el gesto.
Había sido elegida.
La Vestalis Maxima rodeó su figura como un halcón inspeccionando a una presa. Su andar era lento, medido. Catalina bajó la mirada, tensa. Sentía las manos sudadas, los hombros rígidos, las lágrimas intentando subir.
—Sana. Delgada. Sin tics, sin cicatrices. Buen rostro —murmuró la mujer, como para sí—. Perfecta.
Le alzó el mentón con dos dedos. Catalina aguantó el contacto, rígida como el mármol bajo sus pies.
Un leve asentimiento fue suficiente.
Las tijeras aparecieron en silencio. De plata. Filosas. Inexorables.
Catalina no las vio venir. Solo sintió el tirón seco en la raíz del cabello. Un mechón grueso cayó y rozó su hombro antes de hundirse en el suelo pulido. Lo siguió con la mirada.
Entonces, se quebró.
Primero fueron los labios temblando. Luego el ardor en la garganta. Después, las lágrimas.
No gritó. No se movió. Lloró en silencio.
—No llores —dijo alguien, seco, desde el altar.
Pero ya no importaba. Tenía trece años. Y la estaban vaciando.
De su infancia. De su hogar. de su identidad.
Del cuerpo que conocía. De la vida que ya no era suya.
Cuando le colocaron la túnica blanca, Catalina ya no lloraba.
Ya no quedaba nada.
La tela era áspera. El cinturón dorado, demasiado apretado.
A su alrededor, cinco figuras vestidas igual la observaban en silencio.
Y al centro, el fuego de Vesta ardía. Vivo. Inmortal. Ajeno.
Ella no se movió.
Hasta que la voz del Pontifex volvió a llenar la sala, grave y antigua:
—Sacerdotem. Vestalem. Facere. Pro populo Romano Quiritum.
La fórmula. El decreto.
Catalina tragó saliva, apretó los puños y dio un paso adelante.
La luz del fuego le bañó el rostro.
Y en ese instante, lo supo:
La niña había muerto. Pero nadie se atrevía a decirlo en voz alta.
———
Roma, hace cinco años.
Catalina caminaba descalza. La túnica blanca le rozaba los tobillos con cada paso y sentía el piso de piedra, aún tibio, bajo la planta de los pies. Detrás quedaban el templo, el fuego sagrado, su cabello colgando de un árbol como ofrenda a la diosa. Adelante, un pasillo largo, silencioso, un umbral cerrado.
No se atrevía a mirar atrás.
Una de las vestales mayores abrió una puerta alta de madera clara. No dijo su nombre, no le tocó el hombro. Solo la miró con algo parecido al cansancio, se hizo a un lado y le indicó la entrada con un leve movimiento del mentón.
Catalina entró.
La habitación era pequeña. Sencilla. Una cama baja, sin respaldo. Una mesa de madera pulida. Una vasija con agua. Las paredes blancas, limpias, demasiado perfectas. No había espejos. Ni colores. Ni rastros de ella. No parecía un dormitorio. Parecía una celda.
Se sentó en el borde de la cama, con las manos sobre el regazo, la mirada fija en las rodillas. Sintió el hueco donde antes caía su cabello, largo, oscuro, que su madre solía trenzarle en silencio por las mañanas antes de ir a la escuela. Ahora ya no estaba. Ni su madre, ni sus trenzas, ni su casa. Nada.
Isabella. Bella. La madre que había muerto sin explicar nada.
¿La había amado de verdad? ¿Había amado a su padre? ¿O todo había sido una mentira bajo una túnica blanca?
Catalina apretó los dientes. Pensó en Malena, su hermana. La última vez que la vio fue en el entierro de Bella. No hablaron. No lloraron juntas. Sebastián se la llevó esa misma noche. “Malena vendrá después”, le dijeron. Pero eso nunca ocurrió. A ella la enviaron a Roma. Sola. Como si su vida pudiera arrancarse de raíz sin consecuencias.
Ahora estaba allí. Trece años. Vestal. Vacía.
Una niña que ya no tenía madre, ni hermana, ni voz.
Un golpe suave en la puerta la sacó del trance.
No esperaron respuesta. La mujer que entró caminaba erguida, con una calma que no parecía de este mundo. Tenía el rostro surcado por el tiempo, pero no había debilidad en sus ojos. Su túnica era más densa, más rica en textura. El cinturón de hilo dorado caía perfectamente simétrico. Había en su porte algo casi insoportable.
—Catalina —dijo.
No pidió permiso. No preguntó cómo se sentía.
—Soy Occia, Vestalis Maxima. A partir de hoy, soy la voz de esta casa. Y tú, aunque no lo creas, eres una de las nuestras.
Catalina no respondió. No por rebeldía, sino porque la garganta le ardía con todo lo que quería decir y no podía. Estaba rota por dentro, intentando entender por qué nadie la había defendido, por qué todos habían aceptado tan rápido que debía irse, que debía pertenecer a otra vida que no era la suya.
—Estás aquí porque así lo decidió el fuego. No fuiste elegida por azar, ni por castigo. Fuiste nombrada por el destino que arde y no se apaga.
—Yo no elegí esto —murmuró Catalina.
—Ninguna de nosotras lo hizo.
Occia caminó hasta la mesa, tocó la superficie con los dedos, como si leyera algo invisible. Luego la miró.
—¿Quieres saber qué somos, Catalina?
Silencio.
—Somos cinco. Deberíamos ser seis. Una murió. Y tú la reemplazas. Somos la única barrera entre el caos y el orden. Mientras el fuego de Vesta arda, nuestro orden se mantendrá en pie. Cuando ese fuego se apaga... el mundo tiembla.
Catalina respiró hondo. Se obligó a mirar a Occia. Sus ojos eran oscuros, casi muertos, como un lago sin viento. Le parecía increíble que esa mujer también hubiese sido niña alguna vez.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
—Tu madre —dijo Occia con una calma helada— amó fuera del fuego. Rompió el voto. Fue condenada. Pero escapó. Y dio a luz a dos hijas. Tú eres una de ellas. No eres tu madre, pero llevas su marca. Y eras elegible. Eres la indicada. Perfecta en todos los sentidos.
Catalina sintió un escalofrío. Le dolía el estómago. Sentía que todo lo que había sido hasta ese día estaba desapareciendo sin remedio.
—¿Elegible?
—El fuego no arde sin sacrificio. No protege sin costo.
Occia se agachó frente a ella, de modo que sus ojos quedaran a la altura de los de Catalina.
—¿Sabes lo que puede hacer una vestal?
Ella negó con la cabeza.
—Puedes, con un gesto, salvar la vida de un hombre condenado a muerte. Ningún magistrado, ningún emperador, puede desoír esa decisión. Si una vestal cruza el camino de un condenado hacia la ejecución y pide por él, ese hombre vive.
Catalina abrió los ojos, por primera vez con algo parecido al asombro.
—¿Por qué?
—Porque representas a Vesta. Porque eres pureza viviente. Porque tu palabra no se discute. Mientras no rompas el voto, tu poder es absoluto. Pero si lo haces... —Occia se incorporó— ...tu cuerpo será enterrado vivo. Y Roma perderá su fuego.
Catalina se quedó quieta mucho tiempo después de que Occia se fue. No supo cuánto. La luz del sol bajaba por una rendija de la ventana en lo alto, avanzando como una línea de oro sobre la pared. Afuera, alguien caminaba. O muchas personas. Realmente daba igual. Pero adentro, solo ella y el eco de su respiración.
Se acostó sin quitarse la túnica. Miró el techo blanco, liso, sin grietas, como si el mundo allá afuera hubiese sido borrado. Cerró los ojos, pero el cuerpo no obedecía. El corazón latía rápido. Como si todavía esperara algo. Como si aún pudiera despertarse en su casa, en su cuarto, con Bella cantando en la cocina. Tarareando una canción antigua.
Pero eso ya no existía.
No lloró. Las lágrimas no salían. Ni siquiera sabía dónde estaba. Solo sentía el peso en el pecho, como si la hubieran cubierto con una losa.
Su madre había sido una vestal. Había roto las reglas. Se había enamorado. ¿La habían intentado enterrar viva? ¿Había escapado? ¿Por qué nunca le dijo nada?
Catalina sintió rabia. No por haber nacido. Sino por haber vivido a ciegas. Por no haber tenido elección. Por haber sido entregada como si fuera un objeto sagrado, sin voz ni voto.
Pensó en Malena. En su risa estrepitosa, en los juegos, en cómo lloraba cada vez que se raspaba las rodillas. Ahora seguramente estaba lejos. Lejos de ella. ¿La extrañaría?
Se dio vuelta en la cama. El frío de las sábanas le tocó la mejilla.
No quería ser una vestal. No quería salvar a nadie. Quería volver al tiempo en que no sabía nada. Donde el mayor problema era si Bella había quemado el pan del desayuno.
A la mañana siguiente, la luz entraba distinta. Catalina se levantó despacio. El agua en la vasija que dejaron en su tocador estaba fría. Se lavó el rostro y acarició el espacio donde debía estar su pelo. No había espejo. Se miró en la superficie del agua, pero la imagen era inestable. Como ella.
Golpearon la puerta.
—Catalina, es hora —dijo una voz joven.
Abrió. Era una chica un poco mayor, con rostro amable y sonrisa contenida.
—Soy Aelia. Me toca mostrarte el colegio.
Catalina asintió en silencio.
Caminaron por pasillos de piedra. Todo olía a limpio. A humo suave y flores secas. Las paredes estaban adornadas con frescos antiguos. No había estatuas. Solo símbolos.
—Te acostumbras —dijo Aelia—. Al principio parece una cárcel. Pero no lo es. O no del todo.
—¿Hace cuánto estás aquí?
—Desde los diez. Tengo dieciséis. Soy la cuarta más joven. Tú ahora eres la sexta.
Catalina frunció el ceño.
—Occia dijo que eran cinco.
—Cinco activas. Con tu ingreso volvemos a ser seis. Siempre debemos ser seis. Cuando falta una, lo sentimos todas. Tú también lo sentirás.
—Hay algo que no entiendo. ¿Por qué puedo salvar a un condenado?
Aelia bajó la voz.
—Porque representas a Vesta. ¿Sabes quién es? Se cree que tu carne no ha sido tocada por el deseo. Que no has amado a nadie. Eso te da poder.
Catalina tragó saliva.
—Pero yo no lo pedí.
—Ninguna lo hace. Pero ya estás aquí. Y ahora importa lo que hagas con eso.
La sala del fuego era enorme, con una cúpula abierta al cielo. En el centro, el fuego ardía, vivo, constante.
Occia estaba allí.
—Te esperaba —dijo.
Catalina se acercó. El calor era real.
—¿Quieren que crea en esto?
—No queremos que creas. Queremos que lo sientas. Eso lleva tiempo.
—¿De verdad puedo salvar a alguien? —Esa pregunta no dejaba de atormentarla desde el momento en que lo supo.
—Sí. Si el condenado es llevado al lugar de ejecución y una vestal lo cruza en el camino, debe detenerse. No importa quién sea. Si ella considera que debe vivir, queda liberado de su condena.
—¿Solo con decirlo?
—Solo con mover tu mano y tocar su frente.
—¿Eso no corrompe?
—Todo poder puede corromper. Por eso se nos forma. Porque a veces, salvar una vida también puede condenar muchas otras.
—¿Y si me equivoco?
—Te vas a equivocar. Alguna vez. Pero el fuego no pide perfección. Pide verdad.
Occia se le acercó.
—¿Sabes lo que es vivir sabiendo que puedes salvar a alguien y no hacerlo? Ese es el deber. No el poder.
—¿Y si no puedo hacerlo?
—Entonces vas a arder. Como todas nosotras lo haríamos si supiéramos que un inocente pierde la vida y en nuestras manos estaba su salvación.
Esa noche, Catalina se sentó en su cama. Pensó en su deber. En la posibilidad de salvar una vida solo con su presencia. En todo lo que había perdido.
No era libertad. Pero tampoco era esclavitud.
Era fuego. Y ya empezaba a doler.