La expresión de mi esposo se mantuvo indescifrable, neutra y alejada de cualquier emoción. Pero yo no. Me planté entre ambos y los miré a los dos.
—¿Qué dices, Israel? ¿De qué mujer hablas?
Mi cuñado, el primero de varios, arqueó una ceja y mostró una sonrisa amarga.
—¿No le has dicho a tu amada esposa el tipo desgraciado con el que se casó? Dile que eres un maldito egoísta que no respeta ni siquiera a su propio hermano.
Adam le había robado a su hermano, y no se trataba de dinero, sino de una mujer. Una a la que Israel pareció amar de verdad, ¿por qué hacer algo así?
—¿Es verdad, Adam? —con el entrecejo fruncido por la duda, volví la vista a mi esposo para exigirle una explicación.
Pero él no volteó a verme, sino que permaneció observando a su hermano con una mirada lacerante, casi asesina.
—No te metas en mi matrimonio, Israel. No te conviene —sonó soberbio.
Apreté los labios y me sentí fatal por Israel, aunque, por la cara inconmovible de mi marido, fui la única.
—¿Te atreverás a n