—¿Qué sucedió? —preguntó Ismael en la sala de urgencias, mientras arrastraba la camilla donde yacía Regina, inconsciente.
—Fue secuestrada —respondió Nicolás con voz agitada, dando un resumen muy genérico de la situación—. Es una larga historia. Por favor, sálvala.
El deber del médico era justamente ese, así que no indagó más, mientras ingresaban en la sala para prestar la atención necesaria a la paciente.
—¡Dios mío, Regina! ¿Quién te hizo esto? —susurró Ismael con dolor al ver sus manos magulladas.
Pero eso no era lo único, su piel, antes tersa, ahora estaba cubierta de contusiones de diferentes tamaños y tonalidades. Había hematomas violáceos, frescos y dolorosos, junto a otros verdosos y amarillentos, señal de que los golpes se habían infligido a lo largo de varios días de cautiverio.
Pero lo que más desgarraba a Ismael era la visión de sus manos. Cada una de las uñas de Regina había sido arrancada de raíz. El dolor que debió experimentar durante la tortura seguramente fue insop