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     Pero aquí vino el primer revés en mi perfecto plan. El estupendo colegio seleccionado para Leia ya no disponía de plaza para ella. Por la poca información que pude sacar a quien me atendió el teléfono, la donación que exigía el colegio para aceptar a nuevos estudiantes se había retirado hacía unas semanas, y claro, a causa de esto tenían que dar la plaza a alguien que sí pudiera abonar ese importe, me decía la señora en tono condescendiente. Puta. De verdad no pensé que el señor Cabrón pudiera retirar ese dinero. Hicimos esa donación hace mucho tiempo, ya que en un colegio tan exclusivo se reservan plazas casi desde el momento en que nacen. Creo que antes. Imaginaba a esas familias pudientes ir a hacer la donación de la matrícula después de la primera ecografía. Que le follen. Que le follen a él, al colegio elitista y a todos los ancestros del señor capullo educados en ese selecto colegio. Era el que quería ese colegio, donde estudió él, y antes su padre, y antes su abuelo. Pues menudos gilipollas salían de él. Solo era una pequeña piedra en el camino.

     Pero no tenía ni idea de lo difícil que era hasta que tuve que inscribir a mi niña en un colegio. Creo firmemente que ir a Hogwarts es más sencillo que que a tu hijo lo acepten en un colegio público de tu distrito de Barcelona: resulta que por mi dirección tengo dieciséis colegios. Todos diferentes, desde el más hippie hasta la educación católica con monjitas. Desde el completamente público al concertado, que no sé por qué lo llaman así, porque al final sale a una pasta. Pero no acaba aquí, lo primero es una reunión de cómo funciona, ya que abiertamente te digo que preferiría volver a hacer mi tesis universitaria que todo esto. De entrada te dicen que es algo vital para tu hijo, allí sin presión, pero cuando acaban toda la explicación, que si puntos, que si hermanos, que si zona de influencia, que me encantaría explicar los conceptos, pero lamentablemente no los entiendo ni yo, lo que acaban diciendo es que es una puta lotería, que hagas un listado de diez escuelas en tu orden de prioridad y que si no entra en la primera, en la segunda, y así sucesivamente. Y yo me pregunto, si es una lotería, ¿por qué tanto rollo?

Pero la cosa no acaba aquí, también recomiendan que vayas a las puertas abiertas de las escuelas que te gustan. Porque deben pensar que yo soy fan en F******k de las escuelas de primaria de mi zona. Así que tendría que ir a todas. Pero no hay tiempo vital, las que usan el fin de semana aún, pero allí llegan las que se ponen creativas: entre semana en horario laboral o con visitas concertadas. Que nos lo turnamos entre los padres. ¿Y si estoy sola, qué coño hago? Muchas piden que a las puertas abiertas no vengan niños. Otra cosa. Vuelvo a preguntar y siento hacerme repetitiva: ¿qué hago? ¿Dónde meto a mi retoño las dos horas que me vas a comer la cabeza para decirme lo mismo, que esto es una lotería y que Dios reparta suerte?

     ¿Y cómo afronto esto? Lo primero, he comprado una agenda para llevar registro de las actividades de mi hija, que aún no ha cumplido los tres años. Yo no tengo, ella sí. ¿Qué más? Pues llegar a donde pueda y no preocuparme por las cosas que se escapan a mi control. Pero no funciona. La controladora que hay en mí tiene que asumir el control.

     Estas semanas he visitado una escuela abierta que parecía decorada por alguien de Ikea y donde los niños deciden qué estudian. ¿Dónde estaban estas escuelas cuando yo era pequeña? Otra que engañaba con el nombre, pero solo entrar me recibió un crucifijo casi a tamaño real y que los invitaba a orar por la mañana. No creía que mi hija, de madre soltera y atea, encajara en esa escuela.

     Al final llegó el turno de mi vieja escuela. Yo no la recuerdo en primaria, ni para bien ni para mal. Simplemente no la recordaba. Habría bloqueado los recuerdos. Así que no dejó una gran impresión, pero como entra en las que me tocan por zona y tampoco he encontrado nada que me convenza, pues allí que fui de cabeza.

     Al entrar por la puerta comenzaron a brotar los recuerdos. La escuela estaba cambiada. Otro mobiliario, de otro estilo, pero en esencia era la misma. Podría recorrer los pasillos con los ojos cerrados, hasta las aulas, el patio o el gimnasio, sin miedo a equivocarme.

     Teníamos que esperar delante de la sala de actos y yo iba con Leia cogida de la mano. Por encima comencé a calcular la gente que éramos y las plazas que decían que ofertaban y a mí las cuentas no me salían. Una profesora que por su cara parecía joven, pero que por su estilo aparentaba más años que Matusalén, pasaba entre nosotros para informarnos de que la sesión informativa era sin niños.

—¿Perdona, y qué hacemos?

—¿No se puede quedar con el padre?

—No, no hay padre —me miró raro—. Embarazo espontáneo, fue un milagro.

—¿Con un familiar?

—No, disculpa, si tuviera canguro no la traería.

—Espera, voy a comentarlo —y desapareció entre los padres que estaban decidiendo quién se ocupaba de los niños y quién entraba a la reunión.

—Disculpa, me informan que van a hacer algunas actividades para los niños en el patio.

—¿Pero ella sola?

—En principio son con un adulto, pero…

—Ya me ocupo yo —dijo una voz varonil detrás de mí. Noté una mano que se posaba en mi hombro y sentí un calambre. Al girarme volví a ver a Pau—. Becca, qué sorpresa. Pensaba que no ibas a traer a la niña —Dios, este hombre no se abrigaba nunca. Iba con pantalones cortos de deporte que dejaban sus piernas trabajadas al aire y una camiseta de manga corta que se pegaba a su cuerpo en los puntos exactos para no pasar inadvertido. Hacía calor, pero no tanto. Pude ver cómo las otras madres desviaban las miradas de manera furtiva para no ser pilladas por sus maridos.

—Bueno, las cosas cambian —estaba visiblemente ofuscada—. ¿Qué le pasa a esa? ¿No es un poco joven para tener tantos prejuicios?

—¿Qué te ha pasado?

—Pues que le he dicho que no había padre y me ha mirado como si fuera algo raro.

—Bueno. Es una chica de prácticas, pero si fueras un poco observadora, lo único que verías, aparte del cuello vuelto del jersey a 24 grados que estamos con la calefacción, es una cruz colgada al cuello.

—Pues le he dicho que la niña fue un milagro, no te extrañe que me venere.

—A ver, me presentas a la señorita.

—Claro, Leia, cariño, este es Pau, es amigo de mamá.

—Hola, Leia preciosa. Sabes que eres una copia de tu madre cuando era pequeña —le dijo con una sonrisa.

—Pau, Leia tiene una cierta desconfianza con el género masculino.

—¿Sí? —le preguntó a la niña.

—Sí, que no le gustan nada de nada, no sé si querrá ir contigo.

—Vamos a enseñarle a tu mamá que está como una cabra. ¿Te vienes conmigo? Tengo un montón de juguetes y hay columpios, un tobogán y muchos niños. ¿Te vienes conmigo, preciosa?

     Ni corta ni perezosa, mi hija le dio la mano y se fue con él. Ni se despidió. Pequeña traidora. Vamos a decir que la niña tenía buen gusto, no lo vamos a negar. Mientras se iban por el pasillo, se giró y me miró haciendo un gesto de victoria. Aún era un payaso como en el cole y un capullo, dicho sea de paso, pero mi hija se había acercado a un hombre sin ningún problema.

     Aguanté otra insoportable charla para que hicieran tantas veces lo mismo. Comenzaba a subirme el dolor de cabeza; ya lo notaba aparecer en mis sienes y comenzar a extenderse. Cuando acabó, salí de allí por patas, rememorando esos días en los que, al sonar el timbre del final de la clase, ya estaba todo dentro de la mochila y ya estabas saliendo por la puerta.

     No esperaba la imagen que vi al entrar al patio. En la zona reservada para los pequeños del patio habían montado una especie de yincana para los más peques. Y no solo la mía se había ido de la mano de Pau como si no conociera a su madre, sino que ahora estaba participando y saltando con los otros niños. La verdad es que me emocioné por nuestras circunstancias; siempre estábamos ella y yo. El nulo contacto con su padre le había hecho tener, de alguna manera, al sexo opuesto, pero aparte, su interacción social con otros niños de su edad se limitaba al parque de juegos privado que teníamos en la zona donde la llevaba a socializar, pero siempre estaba cohibida y normalmente no se relacionaba. La mayor interacción era con las hijas de Lorena, las veces que quedábamos para ir al parque. Creo que se comenzaron a saltar las lágrimas.

—¿Qué te pasa?

—Nada —dije sorbiendo la nariz mientras buscaba un pañuelo en mi bolso.

—¿Estás bien?

—Sí, claro que sí. Es alergia.

—Alergia, claro —repitió con cierto tono de burla—. —Leia, la mamá —la llamó Pau. Ni puto caso, estaba muy ocupada subiendo por un tobogán.

—Ni caso me hace.

—Eso es bueno, se está divirtiendo.

—Sí —dije mirando a mi peque con un gesto triste.

—¿Tienes algo que hacer ahora?

—No —la pregunta me sobresaltó—, la verdad es que no.

—Me esperas y nos tomamos ese café pendiente y nos ponemos al día —con esa sonrisa, ¿cómo podía negarme? Con esa sonrisa nadie en su sano juicio lo haría.

—Claro.

     Me quedé en un segundo plano vigilando a mi niña y viendo cómo se lo pasaba en grande jugando con los otros niños y, de paso, escuchando de manera disimulada a un grupo de madres que estaba hablando sobre las posibilidades, los puntos y las plazas libres. Matemáticas de madres avanzadas, diría yo, pero me estaban poniendo la cabeza como un bombo.

—Pau, ¿te ayudo a recoger? —vi cómo el grupo de madres matemáticas me echó una mirada de esas que matan.

—Claro, así acabamos antes.

     Recogimos todo el material y lo llevamos a la sala dentro del gimnasio. Otra vez un flashback. Recordaba ese olor tan particular de esa sala que no sabría describir de otra manera que como una mezcla de humedad, material de plástico y muchos años de confinamiento.

—Esto está igual.

—Entrabas muchas veces a la sala de material del gimnasio.

—Pues las que me tocaba recoger el material y, en los últimos años, a algún escarceo que otro en las colchonetas.

—¡Muy bonito!

—No, muy bonito no. Ahora, como madre, te aconsejaría una cámara al final de la sala. Allí —dije señalando las colchonetas apiladas en el fondo. Estalló en risas—.

—Lo apunto. ¿Dónde estaba yo en esos años?

—Tú estarías jugando a la pelota fuera. Eras demasiado inocente.

—No veas las cosas que me he perdido.

     Al volver, mi niña seguía jugando, esta vez dentro de una casa con una cocina; el patio comenzaba a vaciarse. Fui a sacar a la peque de la caseta.

—Leia, nos vamos.

—No. Estoy cocinando.

—Ah, muy bien, pero nos tenemos que ir. ¿No quieres un zumo y unas patatas?

—No.

Vi que Pau venía con su mochila al hombro y seguía vestido como si fuera a entrenar al gimnasio.

—Parece que nos quedamos, está cocinando —le comenté. Se puso de puntillas para asomarse por la ventana y no sé qué le dijo a mi hija, pero ella salió por la puerta de la casita, le tomó de la mano y me dijo adiós, mamá. Será jodía la niña.

—No, que la mamá también viene. —Se limitó a mirarme, sonreír y salir de la mano de ese desconocido, y yo no pude hacer más que seguirlos completamente descolocada.

Fuimos a un bar que estaba en la esquina y nos quedamos en la terraza, pedimos y nos pusimos a charlar.

—Y al final, ¿qué haces aquí?

—Bueno, las cosas cambian. Es una historia triste y ya estoy a así de poco —dije marcándolo con los dedos— de olvidarlo. Digamos que mis planes se han descolocado un poco. Así que… aquí estoy, buscando colegio para Leia.

—Bueno, buscar colegio puede ser una locura.

—Es horrible. ¿Los tuyos van aquí?

—No, qué va. Ya te dije que era soltero. Me encantan, pero no tengo aún. —Mi manía de no escuchar cuando no me interesa siempre me juega malas pasadas.

—Perdona, no te voy a preguntar nada porque siempre que lo hago con alguien la cago. ¿Hay más compañeros que trabajan aquí?

—No, pero sí unos cuantos padres.

—¡Qué guay! —dije con tono sarcástico—.

—Sí, te encantará —contestó con el mismo tono—. Las tutorías parecen una reunión de antiguos alumnos. —Lo miré con cara de asco—. Te estoy vacilando —me sonrió. Tenía una sonrisa preciosa—. Así que quieres traer a la peque aquí. —Resulta que estaba en la silla de su lado, jugando con él.

—Supongo que sí, claro. Como tengan la mitad de mano con los niños que tú, estará encantada.

—Gracias.

—¿Te puedo preguntar algo? —dije cambiando de tema.

—Claro.

—No te lo tomes a mal…

—Uy, si comenzamos así…

—A ver, tienes la misma edad que yo, ¿y trabajas en el colegio? ¿De monitor de deportes?

—Bueno... ¿Es un trabajo, no? No tiene mucho glamour, pero…

—No, no es eso. No creo que la aportación económica sea muy alta. Y aparte, expectativas de mejorar…

—Bueno, depende de cómo lo mires. No soy solo el coordinador de deportes, soy el profe de gimnasia. Así que soy funcionario. Tengo un sueldo que no está mal. Puede que te sorprendas. Una plaza fija, que es mucho dado los tiempos que corren. No es para grandes lujos, pero es más de lo que necesito.

—Sigo diciendo que no es por molestarte. Te veo tan feliz, tan realizado.

—¿Y por qué no? Tengo un trabajo honrado y que me hace enteramente feliz. Trabajo con niños y me encanta. Trabajo en algo relacionado con el deporte, que es lo mío. Tengo una estabilidad laboral que muchos querrían.

—Pero, ¿no quieres más?

—Hay que diferenciar entre lo que quieres y lo que necesitas. Si tienes lo que necesitas y eres feliz, ¿por qué poner todo tu empeño en tener más? ¿Por cumplir un mandato estipulado por la sociedad o por tu familia? Si no tengo mal entendido, tú lo tenías todo, ¿no? Tu abuela contaba de tu maravilloso trabajo y tus viajes por el mundo… y todo, y aún así me preguntas por qué soy tan feliz. —Me quedé parada.

—Supongo que tienes razón.

—Y te darás cuenta de que todo lo que necesitas para ser feliz ya lo tienes —dijo señalando a mi hija—. Lo demás son artificios. Además, si necesitas más consejos sabios —me dijo con una sonrisa más pícara, de medio lado— hago asesoramiento personalizado los viernes por la noche. No sé, mientras cenamos, por ejemplo. —Solo se me escapó una sonrisa y se me subieron los colores. ¿Estaba coqueteando?

     Seguimos hablando un rato, me dio consejos para el cole y nos despedimos con la promesa de que teníamos que volver a quedar.

Y creo que yo ya tenía mi primera opción. De colegio para la niña, no seáis mal pensados.

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