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Uno de los regalos que más le gustó a mi hija era extremadamente caro. Una pregunta así, al aire: ¿por qué los juguetes más populares de cada año valían más que mantener la panadería un mes? Pero ella estaba feliz, y eso era lo que contaba.

Era una de esas muñecas inteligentes. De verdad, ¿quién decidió darle inteligencia a las máquinas? ¡¿No se aprendió nada de Terminator?! No se les debe dar inteligencia. Bueno, me desvío del tema: lo que hacía esta muñeca era aprender a hablar. A primera vista pensé que sería como uno de esos loritos de hace mil años que repetían lo que decías. Pero no, la jodida aprendía las palabras que le decías. Menuda fijación tenía mi hija con muñecos animatrónicos que a mí me parecen engendros de Satán.

Me acuerdo de una noche en la que una voz salió alegre de su habitación... a las tres de la mañana. Hablaba y se callaba de repente. Yo estaba acojonada. La niña se despertó e íbamos las dos por el pasillo: yo delante, y ella detrás agarrada a mi pijama, busc
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