Tres días después, era mi cumpleaños y el de Susana.
Dieciocho años atrás, justo ese día, nos habían intercambiado por error con familias de diferentes tribus en la maternidad de Ciudad Central.
Desde entonces, había empezado una pesadilla que me duró toda mi vida.
Mi padre adoptivo siempre me despreció y me trataba como si fuera menos, mientras que mi madre adoptiva me regañaba a diario, con una dureza que me dolía.
Ese día, mi madre entró muy emocionada al salón de fiestas empujando un enorme pastel de mango. El cual solo decía Susana Vicente. Mi nombre no estaba por ningún lado, y, para colmo, siempre fui alérgica al mango.
Mi papá le puso a Susana en la cabeza la corona de diamantes rosas que le había dejado la abuela:
—¡Princesita Susana, felices dieciocho! ¡Gracias al error que nos echó la Diosa Luna hace dieciocho años, hoy tenemos una hija tan linda como tú!
Mi madre no tardó en unirse al entusiasmo, y, con nostalgia, dijo:
—¡Claro que sí, si ese doctor lobo no se hubiera equivocado contigo, ¿cómo te íbamos a tener? ¡Gracias a ese doctor lobo!
El destino que yo odiaba con todas mis fuerzas, para ellos era una bendición. Un regalo por el que estaban agradecidos.
Vi a esos sirvientes entregarle a Susana regalos hechos a mano. Los mismos que me habían advertido:
—¡Ni se te ocurra competir por atención con la princesita Susana!
—Óyeme bien: en esta casa la única hija del señor Vicente es Susana, la verdadera princesa. Tú no eres más que una loba cualquiera de la Manada Garra Roja, esa jodida y lejana. ¡Ubícate!
Ahora los veía inclinarse ante Susana, adulándola sin medida:
—¡Feliz cumpleaños, princesita Susana!
En el salón de fiestas todos gritaron «¡Felicidades!» al mismo tiempo… Nadie me dirigió ni una palabra. Nadie recordó que también era mi cumpleaños.
Aun así, regresé a mi cuarto y saqué los regalos que les había preparado a mis padres. Nunca se me había ocurrido convertir esa celebración solo para mí. Pensaba que ese día no era único mío, sino también de mi madre, quien se había arriesgado para traerme al mundo. Y, por eso, sentía que debía estarle agradecida.
Cuando volví al salón, Susana tenía los ojos llenos de lágrimas, mientras preguntaba:
—Papi, ¿mi hermana me odia? Ni siquiera me quiso felicitar...
Mis papás me miraron con seriedad, listos para reprenderme por mi «mala actitud». Pero entonces les entregué las dos bufandas que había tejido a mano.
Sus rostros se transformaron de inmediato, y sus ojos se llenaron de sorpresa.
Yo sabía que siempre les había dado envidia ver al vecino presumiendo el suéter que su hija le había tejido.
Mi madre tomó la bufanda con fuerza, como si no quisiera soltarla. Mi padre se la colocó de inmediato alrededor del cuello, olvidando por completo que hacía un momento quería regañarme, y en voz baja, me preguntó:
—Lucía, ¿cuándo cumples años? Para entonces, te prepararemos la cena más deliciosa con nuestras propias manos.
Lo miré fijamente, y, con suavidad, respondí:
—Hoy.
Mis padres se miraron, visiblemente confundidos.
Mi madre rio nerviosa, intentando disimular:
—Ja, ja, ja, claro que sabíamos. Solo estábamos bromeando.
Dicho esto, corrió hacia la habitación y, un momento después, regresó con un collar de hueso de lobo y me lo dio, diciendo:
—Mira, este es tu regalo. Ya lo teníamos preparado.
Pero el collar tenía grabado claramente el nombre «Susana».
No grité ni hice escenas como antes… pero mi madre estaba toda realmente nerviosa, y el gesto de mi padre también se endureció un poco.
Mi madre empezó a buscar en el clóset, hablando atropelladamente:
—Lucía, tienes que creerme. De verdad preparé uno para ti, ¡uno para ti y otro para Susana! —Quería sonar sincera—. Fue el mes pasado, cuando nos fuimos juntos de viaje a Hawái. Ahí lo compramos. ¡De verdad, Lucía, créeme!
El rostro de mi padre cambió de golpe. Le dio un toquecito con el pie a mi madre, y entonces ella se dio cuenta de que ya había hablado de más.
Parpadeó, arrepentida. Estaba nerviosa, con miedo de que yo reaccionara mal o hiciera un escándalo.
«Así que el mes pasado se fueron de viaje juntos…», pensé.
Con razón, cuando volví del internado, la puerta de la entrada estaba cerrada con llave.
Miré el collar de hueso en mis manos, aquel que solo me habían dado porque Susana no lo había querido, y sentí que se me rompía el corazón.
—Está bien —dije en voz baja—. Me quedo con este.