6— LA HEREDERA INESPERADA

CAPÍTULO 6 — LA HEREDERA INESPERADA

El edificio del estudio jurídico imponía respeto desde la vereda. Mármol en las paredes, vidrio brillante en la entrada y un silencio que no parecía de la ciudad, sino de otro mundo. Tomé aire antes de entrar, sosteniendo a mamá del brazo. Ella, con su vestido azul y el pañuelo que le acomodé en el cuello, parecía más serena que yo.

—Tranquila, Caro —susurró—. No hay herencias más grandes que las que se llevan en el corazón.

Asentí, aunque el estómago me ardía. Sabía que lo que me esperaba iba a cambiarlo todo.

Dentro, el aire olía a café caro y papel de fotocopias. La recepcionista levantó la vista con una sonrisa profesional.

—¿Apellido?

—Fontes —respondí, y la palabra me raspó la garganta.

—Sala Vera, segundo piso. Ya están todos.

La palabra “todos” me golpeó como un recordatorio cruel.

“Todos” eran ellos: la familia que nunca me consideró parte de nada.

Conocía de vista a algunos parientes, otros eran sombras de fotos de cumpleaños donde mamá siempre fue “la ausente”, la que se había ido con un hombre que ellos consideraban “inferior”. Había tíos, primos, socios del abuelo y hombres de traje con relojes que valían más que mi auto, murmurando entre ellos como si cada frase fuera un secreto de Estado.

Entré a la sala con mamá tomada del brazo. Las conversaciones se apagaron como velas en un viento brusco.

El abogado Ignacio Vera carraspeó, llamando al orden. La sala se acomodó de inmediato.

—Estamos aquí por deseo expreso del señor Fontes —comenzó—. Él dejó instrucciones claras: la lectura debía hacerse sin dilaciones.

Las hojas pasaban entre sus manos con un sonido seco, quirúrgico.

Primero hablaron de propiedades menores, fideicomisos, porcentajes repartidos entre ramas de la familia. La tensión en el ambiente era tan palpable que casi podía oírse cómo se estiraba.

Yo solo quería que terminara.

Quería volver a casa, apagar las luces y llorar en silencio.

Hasta que escuché mi nombre.

—A su nieta, Carolina Fontes, le confiere la participación mayoritaria de Supermercados Fontes y la designa heredera del paquete de control de la empresa, con la obligación de preservar la fuente laboral y los valores que dieron origen a la marca.

El aire se cortó como con un cuchillo.

Un murmullo creció en la sala.

Un primo dijo “no puede ser”.

Una tía casi se levantó de golpe.

Un socio del abuelo frunció el ceño como si le hubieran arrebatado un juguete caro.

Mi madre llevó su mano al pecho.

Yo no me moví.

Ni siquiera respiré.

—No puede ser —saltó mi prima Lorena—. ¡Ella no está preparada para eso!

—Esto debe ser un error —añadió otro—. ¡Carolina ni siquiera forma parte de la junta directiva!

—¿Cómo va a manejar una empresa así? ¡Es ridículo!

Ignacio Vera levantó una mano, tranquilo, imperturbable.

—Es lo que el señor Fontes decidió —respondió con claridad—. También dispuso un fondo especial para el tratamiento oftalmológico de Carolina en caso que lo necesite y la vivienda familiar para su hija, la señora Betina Fontes.

Un silencio tenso inundó la sala.

Me ardían las orejas seguro hablarían de mí toda la vida ya no sería la prima desconocida.

El diagnóstico de glaucoma.

La muerte de mi bebé.

La traición de mi ex .

La muerte del abuelo.

Y ahora… esto.

Ser heredera de un imperio que jamás pedí.

Un imperio que jamás creí que me perteneciera.

Las preguntas empezaron a llover como piedras.

—¿Qué experiencia tenés? —¿Quién va a tomar las decisiones? —¿Pensás vender? —¿Qué pasa con la junta directiva? —¿Estás en condiciones de asumir algo así?

Me puse de pie.

No reconocí mi propia voz cuando hablé:

—Hoy no hablamos de negocios. Hoy despedimos a un hombre y vamos a respetar su voluntad.

La sala quedó muda.

Un silencio incómodo, tenso, cortante.

Ni yo esperaba sonar tan firme.

Tomé la mano de mamá y salimos.

El aire de la calle me golpeó como un balde de agua fría.Parecía mentira ya

Había cámaras,micrófonos y periodistas.

La noticia ya había corrido.

La prensa siempre sabía antes que la propia familia.

—¡Señorita Fontes! ¿Qué piensa de ser la heredera inesperada?

—¿Es cierto que no tiene experiencia en el rubro?

—¿Piensa continuar el legado o vender la empresa?

—¿Qué dicen los accionistas sobre su designación?

Flash.Flash.Flash.

Mi rostro iluminado por luces que no quería.

Mi apellido rebotando en paredes que jamás habían querido pronunciarlo.

Mamá me sostuvo más fuerte.

—No digas nada, Caro —susurró—. El silencio también es una respuesta.

Subimos a un taxi.

Desde la ventana, vi el kiosco con los diarios del día.

En la tapa, mi foto de estudiante universitaria, sonriendo tímida, años antes de que la vida me golpeara.

Arriba, en letras gigantes:

LA HEREDERA INESPERADA

Tragué saliva.

Yo, la chica que Mauro había despreciado, ahora en la portada de diarios y revistas.

Irónico.

Doloroso.

Real.

En casa, preparé té para mamá y me encerré en la cocina.

Miré las cortinas gastadas y la heladera que hacía ruidos raros.

Esa casa humilde.

Ese mundo pequeño.

Y de pronto, la magnitud del legado que me habían dejado se volvió un peso y una llama al mismo tiempo.

Recordé las palabras del abuelo:

“El pan fresco en la góndola es lo que hace volver al cliente, Carito. Y lo grande se construye desde lo pequeño.”

Sentí un pinchazo de dolor en el pecho.

Pero también… algo nuevo.

Algo parecido a la fuerza.

No iba a vender, ni iba a huir.

No iba a dejar que la familia, Mauro, o nadie decidiera quién era yo.

Esta vez…

la que iba a tomar las decisiones era yo.

Esa noche no dormí.

La ciudad seguía viva detrás de la ventana.

Y por primera vez en mucho tiempo…

Yo también.

Porque quizás ese era, justamente, mi destino.

Ser la heredera inesperada…

y transformar esa sorpresa en poder.

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