El beso se volvió una súplica ardiente, un lazo invisible que los ataba, como si ambos lucharan contra la tormenta de sentimientos que amenazaba con consumirlos. Roma sintió que el mundo se desvanecía a su alrededor. La razón le gritaba que se alejara, que no debía permitirlo, pero su cuerpo tenía otros planes.
Sus manos se aferraron con desesperación al cuello de Giancarlo, como si, al soltarlo, se desplomara en un abismo sin retorno. No quería dejar de besarlo. No quería recordar el dolor que la estaba desangrando por dentro.
Giancarlo fue quien rompió el beso, lentamente, con reticencia.
Sus respiraciones estaban entrecortadas, y sus miradas se encontraron en un abismo de emociones no dichas. Ojos brillantes, cargados de un peso invisible.
Sus corazones latían al mismo ritmo, como un solo latido perdido en la noche.
—Solo quiero… estar en paz —murmuró ella, con voz quebrada—. Acabar con ese hombre… y luego irme…
Las palabras apenas salieron de sus labios cuando sintió el roce de un