El auto avanzaba por la carretera, la lluvia golpeaba con furia sobre el vidrio, la ciudad desaparecía en la neblina que formaban las gotas, mezclándose con el sonido constante del agua cayendo.
El vehículo se detuvo frente a una cabaña solitaria, rodeada de árboles desnudos por el invierno.
La atmósfera era tan oscura como la tormenta, y Roma miró a su alrededor con desconfianza.
—Señor, hemos llegado —dijo el chofer con voz apagada.
Roma alzó la vista, sus ojos reflejaban confusión y agotamiento. Estaba perdida, atrapada en su propio caos, incapaz de encontrar paz.
—¿Dónde estamos? —su voz sonaba vacía, como si la tormenta la hubiera despojado de todas las fuerzas.
—Este es mi refugio —respondió Giancarlo, con una calma inquebrantable, mirando por la ventana y observando la lluvia que caía como si fuera una cortina impenetrable. —Será mejor descansar aquí, Roma. La lluvia se volverá más intensa, y no sería sensato volver a casa en este estado.
Roma no replicó, pero su mirada parecía