«—Mamita, estoy feliz, si tú eres feliz… ¡Gracias por encontrar a un papito que ya no te hace llorar!
La voz de Benjamín resonaba en su mente como un eco bendito.
Allí estaba él, frente a ella, con su carita iluminada por una sonrisa radiante, sus ojitos llenos de vida, sanos, fuertes… como siempre debió haber estado.
Roma quiso tocarlo, acariciar su rostro, envolverlo en un abrazo del que nunca escapara.
Pero cuando estiró la mano, su pequeño se desvaneció como niebla bajo el sol»
Despertó con un sobresalto, sintiendo la humedad en sus mejillas. Su corazón latía desbocado y un suspiro doliente escapó de sus labios.
Limpió las lágrimas con el dorso de la mano y se volvió hacia Giancarlo, que aún dormía a su lado.
Su respiración era profunda, tranquila.
Roma se permitió un instante de paz mientras deslizaba la yema de los dedos por su rostro, delineando su mandíbula, la curva de su boca.
Él se removió ligeramente, abrió los ojos con pereza y al encontrarla, sonrió.
—Te tengo una notic