—¡Annia! —gritó Mateo, su voz quebrada por la incredulidad y la desesperación que lo ahogaban.
La mujer delante de él no reaccionó. O tal vez no escuchó, o peor aún, simplemente lo ignoró.
Cada segundo que pasaba, Mateo sentía que el aire se le escapaba, y un escalofrío recorría su espalda.
Todo en ella era tan inconfundiblemente Annia: el cabello oscuro cayendo en ondas suaves sobre sus hombros, el brillo misterioso en sus ojos, los labios delicados que tantas veces había besado con fervor en el pasado.
Pero algo no encajaba.
Había algo en su mirada, algo frío, distante, que desbordaba la calidez que alguna vez había conocido.
Era como si la mujer frente a él estuviera hecha de hielo, ajena a todo lo que alguna vez compartieron. Mateo titubeó, sin poder comprender.
El corazón le martilleaba en el pecho con fuerza, como si quisiera escapar de su cuerpo.
Con cada paso que daba hacia ella, su mente gritaba que algo no estaba bien, que aquello que veía no era posible.
—¿Me hablas a mí? —