El padre de Beth estaba frente a ese hombre, con su hijo Humberto a su lado. La tensión en la habitación se sentía densa, sofocante.
—Ayúdeme —dijo con voz firme, sosteniendo un cheque en la mano—. Les daré ahora mismo ciento cincuenta mil dólares.
El viejo sonrió con burla, como si el dinero ya le perteneciera.
—No, padre, no necesitamos esto —protestó Humberto, cruzándose de brazos.
—¡Cállate, mocoso! —le espetó su padre con un tono autoritario—. Claro que acepto.
Bruno Félix esbozó una sonrisa complacida y deslizó el cheque sobre la mesa.
—Saben lo que deben hacer, ¿verdad?
El viejo asintió sin titubear.
—Bien. Mañana vayan a buscar a Beth a las diez de la mañana. No trabaja ese día.
Bruno se levantó con gran seguridad de un hombre que acababa de sellar su buen trato.
Cuando se marchó, Humberto volvió a alzar la voz.
—Padre, esto es un error. No necesitamos ese dinero. Tengo a una rica a mi disposición en la universidad.
El hombre lo miró con desprecio.
—¡Cállate, tonto! Esa chica e