Roma dejó escapar un grito desgarrador que resonó en el pequeño cuarto de la vieja granja.
Su teléfono, ahora en el suelo, mostraba una pantalla rota, reflejo de la tormenta que se desataba en su interior.
Hundió los puños contra el suelo de madera con una fuerza desesperada, como si con cada golpe intentara liberar la furia y la tristeza que la consumían. Las lágrimas caían con violencia, ardiendo en sus mejillas, mezclando dolor y rabia.
—¡¿Cómo pueden decir eso?! —sollozó, con la voz quebrada—. ¿Cómo pudo negar que es tu padre, Benjamín? ¡Nunca estuve con otro hombre! ¡Nunca! ¡Siempre lo amé a él, solo a él! —Su voz se rompió aún más mientras las palabras se deshacían en el aire—. ¿Por qué me hace esto? ¿No es suficiente con haberme arrebatado todo? ¿Con dejarme muerta en vida sin mi hijo? ¡De verdad quiere destruirme por completo!
El peso de su propio lamento la aplastó, dejándola de rodillas en el suelo, abrazando la ausencia de su hijo como si pudiera tocarlo aún.
En medio de su