No regresaremos iguales.
El avión tocó tierra con un leve estremecimiento bajo los pies, y el rugido amortiguado de los motores fue lo único que quebró aquel silencio que se había extendido en la cabina.
—Ya hemos llegado —dijo Gabriel, sin apartar la mirada de la ventana, con un tono tan neutro que resultaba imposible descifrar si lo decía por cortesía o por obligación.
Eran las primeras palabras que le dirigía a Isabella en todo el vuelo, y sin embargo, no eran un puente, sino una constatación fría.
Isabella asintió sin mirarlo, su perfil inmóvil contra la luz que entraba por la ventanilla.
—Lo sé —respondió con calma, sin alterar el ritmo de sus movimientos.
Desabrochó el cinturón con una lentitud medida, como si el tiempo se hubiera ralentizado, y luego recogió el portafolio con la misma elegancia con la que protegía su orgullo.
Ese orgullo era su escudo más fiel, su manera de no permitirle a nadie, ni siquiera a él, ver cuánto le dolía su indiferencia.
Maldito orgullo.
El chasquido metálico de la escaler