El fuego purifica el oro.
Gabriel León no era un hombre que se sorprendiera con facilidad, pero aquella visita inesperada había dejado una huella invisible en el aire de su despacho.
Todo en esa mañana había seguido el curso habitual. Era un día más en el tablero corporativo, donde cada jugada debía ser medida al milímetro.
Hasta que se topó con ella en el pasillo.
La mujer que no se detuvo, la que jamás bajaba la mirada, ni se quedaba callada, era la misma que avanzaba con la elegancia de quien ha atravesado tormentas y aún así camina dejando tras de sí un rastro de dignidad intacta, como si llevara en la piel las cicatrices de mil batallas ganadas en silencio.
Era una presencia que descolocaba no por su arrogancia, sino por esa calma imperturbable que solo poseen quienes han sobrevivido a todo sin perder su esencia.
Y ahora, ahí estaba ella, sentada frente a él en su despacho, con la misma compostura desafiante, sin titubear, con la calma de quien no suplica ni ruega, sino que negocia con la claridad de quie