Ya estuve muerta una vez.
La sala de espera del piso ejecutivo volvió a sumirse en un silencio casi reverencial en cuanto Isabella caminó con paso firme hacia el ascensor, pero apenas el reflejo metálico de las puertas le devolvió su imagen, la serenidad que había mantenido como una armadura durante toda la reunión empezó a ceder, casi imperceptiblemente, como una grieta que se forma en una fachada impecable.
Cloe la alcanzó con rapidez, sus pasos ligeros y su rostro iluminado por una mezcla de asombro, orgullo y una admiración que no se molestaba en ocultar.
—No puedo creerlo, señora… ¡Lo hizo! —exclamó en un susurro emocionado, cuidando que nadie más en la recepción pudiera oír—. Creo que lo descolocó. Ese hombre no muestra emociones ni por accidente, y con usted… hasta se rio.
Isabella curvó ligeramente los labios en una sonrisa agotada, una de esas que apenas se sostienen por el orgullo y la determinación acumulada tras horas de tensión.
No era una victoria definitiva, o al menos no todavía, pero sí repres