Ahora no me mueve ni un solo pelo.
La sala número cuatro del Juzgado Civil no se distinguía mucho de cualquier otra, pero aquella mañana todo parecía distinto. Cada inhalación pesaba en el pecho, como si el aire no estuviese hecho de oxígeno, sino de pólvora.
Vestía un conjunto sobrio en tono marfil, impecable como si cada costura fuese una declaración de firmeza. Su cabello, recogido en un moño bajo, dejaba ver un rostro sereno que no pedía compasión, al contrario, mostraba la calma de una mujer que ya no se defendía, sino que reclamaba lo que le pertenecía.
Su dignidad, su libertad, su vida.
Ni un gesto de nerviosismo se dibujó en su rostro cuando se acomodó en el asiento junto al estrado. Sus movimientos eran tranquilos, medidos, con la serenidad de quien ya no tiene miedo de perder nada, porque lo más valioso, aquello que un día fue su todo, ya le había sido arrebatado.
A su lado, Matías, con esa elegancia despreocupada que parecía innata, la barba prolija y una expresión que combinaba astucia con ironía, hojeaba u