Las últimas semanas habían sido un campo minado. Kenji se iba sin avisar, regresaba a horas imposibles y nunca decía adónde. Julieta lo notaba cada vez más ausente, con la mirada perdida en algún punto donde ella no alcanzaba. Sus palabras, antes suaves y tranquilizadoras, se habían vuelto secas. Las discusiones estallaban por cualquier cosa, sin aviso, como chispas sobre gasolina.
Aquella mañana, en la mansión, el aire estaba pesado, inmóvil, como si hasta los relojes dudaran en avanzar. Julieta, con las manos sobre su vientre, lo vio ponerse la chaqueta y ajustarse los guantes negros. La luz filtrada por las cortinas hacía que todo pareciera un escenario en tonos grises.
—¿Otra vez te vas sin decirme nada? —Preguntó, conteniendo las lágrimas y el temblor en la voz. Cada palabra era un hilo delgado que podía romperse en cualquier momento. Kenji ni siquiera la miró.
—No es asunto tuyo. —Julieta sintió el golpe como si le hubieran cerrado la puerta en la cara.
—Soy tu esposa, Ken