Vendiéndole mi alma al diablo.

Estacioné mi auto lo más cerca que pude y caminé con mis tacones resonando. Sabía que cada paso hacia esa oficina era un paso más cerca al infierno. Si por algún milagro él aceptaba, sabía que me costaría muy caro… pero también sabía que era un hombre de palabra.

Cuando el implacable Ashton Gardner decía que haría algo, lo cumplía. Ya fuera un trato o una amenaza.

Llegué a recepción. Una mujer perfectamente arreglada levantó la mirada con una sonrisa rígida.

—¿En qué puedo ayudarla?

—Vengo a ver al señor Gardner.

—¿Tiene cita?

—No.

La mujer levantó una ceja y se acomodó los lentes.

—¿Sabe que para verlo debe agendar una cita con uno o dos meses de anticipación?

—Lo sé. Pero esto es una emergencia. Mi nombre es Lissandra Smith. Por lo menos pregúntele. Si no me recibe, me sentaré afuera a gritar con todas mis fuerzas hasta armar un escándalo.

La mujer me miró sorprendida y tomó el teléfono.

—Intentaré. Un segundo.

Habló con alguien por interno y la dejaron en espera. Luego colgó.

—¿Qué le dijeron?

—Suba al piso 15. Ahí está su oficina. Hable con la secretaria.

Me entregó un gafete de visita. Mi corazón latía con fuerza. Subí al ascensor sintiendo que mis piernas apenas me sostenían.

Cuando llegué al piso 15, todo era sobrio y moderno, en tonos grises. Había muchos cubículos y una secretaria junto al ascensor. Caminé hacia ella. Me miró de pies a cabeza: mi cabello estaba húmedo por la suave lluvia.

—¿En qué puedo ayudarla?

—Vengo a ver al señor Gardner. Soy Lissandra Smith.

—Ya veo. Un segundo.

Marcó una extensión y colgó.

—Entre al ascensor. La llevará directo a su oficina. Él accedió a verla.

Mi corazón dio un vuelco. Ashton Gardner me había aceptado. El ascensor se cerró sin botones. Mi mente voló a todas esas veces en las que Ashton me miraba fríamente mientras exponía para quitarle proyectos y dárselos a Marcus. El más importante fue de más de 100 millones. Recuerdo que, al terminar, uno de los socios se puso de pie para aplaudirme. Ashton, furioso, quebró el lápiz en su mano y salió dando un portazo.

Ahora iba directo a suplicarle ayuda.

El ascensor se detuvo. Las puertas se abrieron. Frente a mí había una oficina enorme, llena de ventanales. Todo era limpio y gris. En el centro, un escritorio… y él.

Estaba parado, de espaldas, mirando por la ventana. Llevaba un traje a medida que resaltaba su espalda ancha. Su cabello negro estaba perfectamente peinado. Caminé lentamente, con cada paso resonando.

Al escuchar mis tacones, se giró. Me miró de pies a cabeza. Sus ojos azules, su mandíbula marcada, sus rasgos varoniles… Era tan imponente como lo recordaba.

—Señora Black… perdón, la costumbre. Señorita Smith. ¿A qué se debe su visita? Que yo sepa, no hay ningún proyecto que quiera quitarme hoy.

Tragué saliva. Su voz era tan fría como su mirada.

—Señor Gardner… vengo a solicitar un milagro.

Una sonrisa rígida apareció en sus labios. Se desabrochó el saco y se sentó.

—Yo no soy Dios, señorita Smith. No hago milagros. Tome asiento.

Me senté. Sus ojos me atravesaban. Las palabras no salían. Me intimidaba mucho más que cuando me enfrentaba a él en juntas de negocios.

—No vengo como asistente. Vengo como madre.

—¿Madre? ¿Tiene un hijo, señorita Smith?

—Sí. Mi pequeño Erick. Tiene cuatro añitos.

Levanté la mirada. Sus ojos se oscurecieron.

—¿Es hijo de Marcus?

Negué.

—Es solo mío. Está en el hospital. Tiene una deficiencia sanguínea que podría matarlo si no se trata. Es por eso que vengo a rogarle, señor Gardner. Mi hijo es AB negativo. Solo hay dos personas en esta ciudad con ese tipo de sangre: Marcus… y usted.

—¿Y el padre?

—Yo… —Tragué saliva—. No lo sabe. Traté de buscarlo, pero nunca lo encontré. Es complicado.

—Supongo que fuiste primero con Marcus. No creo que yo haya sido tu primera opción.

—Sí fui. Pero él me pidió algo a cambio que no pude aceptar.

—¿Qué te pidió?

Mordí mi labio. No quería decirlo, pero él insistió.

—Cuéntamelo, si quieres que te ayude.

—Él… me pidió sexo.

—Y no aceptaste, a pesar de que la vida de tu hijo está en juego. ¿Qué te hace pensar que yo no te pediré lo mismo?

Mi corazón se congeló. Lo miré. Sus ojos azules se clavaban en mi alma. Las lágrimas aparecieron. Bajé la mirada.

—Sé que, aunque hubiera accedido, Marcus no habría cumplido. Me habría humillado. En cambio, usted es un hombre de palabra. Cuando dice que hará algo, lo cumple. Yo… —respiré hondo— estoy dispuesta a hacer lo que sea por salvar a mi hijo. Usted solo pídalo.

Él suspiró. Levanté la vista. Me analizaba en silencio.

—Bien, señorita Smith. Usted me arrebató millones de dólares ganando proyectos para Marcus.

—Lo sé.

—Y también sabe que yo no hago caridad. Si accedo a donar mi sangre, no será por bondad. Pediré algo a cambio. Algo tan valioso como mi sangre.

—Lo entiendo.

—Estas son mis condiciones:

Serás mi asistente de tiempo completo. Estarás disponible las 24 horas del día, los 7 días de la semana. Sin vacaciones, sin descanso. Solo podrás faltar por asuntos relacionados con el niño.

Te mudarás a vivir a mi casa.

Firmarás un contrato que te obligará a ser mi esposa por cinco años ante la sociedad. Deberás cumplir con tus deberes cuando yo lo requiera.

Deberás conseguir al menos diez proyectos importantes para mi empresa. El doble de los que me arrebataste.

No podrás tener ninguna relación amorosa durante estos cinco años. Me deberás fidelidad total, pública y privada.

—En resumen, señorita Smith… usted será mi esclava durante cinco años.

Mis oídos no podían creer lo que escuchaban. Mi cuerpo temblaba.

—Si firmas y cumples, me comprometo a donar la sangre que tu hijo necesite, y darle acceso a los mejores médicos. Si dentro de estos cinco años necesita más sangre, volveré a donar. Sé que no es fácil de digerir. Tienes hasta las doce de la noche para pensarlo.

Empujó hacia mí una tarjeta negra con letras doradas. Su nombre: Ashton E. Gardner. Y su número privado.

Temblaba. Sabía que si mi hijo desarrollaba algo como leucemia, necesitaría un donante de médula… y si yo no era compatible, él estaría condenado. Erick… el fruto de la única vez que me hicieron el amor.

Miré a Ashton. Su rostro implacable.

—Lo llamaré, señor Gardner. Le avisaré si acepto sus condiciones.

—Estaré esperando su respuesta, señorita Smith.

Estiré la mano. La suya era cálida. Su contacto me erizó la piel.

—Adiós.

—Hasta luego.

Salí del ascensor. Devolví el gafete. Afuera, la lluvia era más intensa. Caminé bajo ella. Me empapé por completo, pero no me importó. Estuve más de treinta minutos frente a mi auto, sin poder moverme.

Conduje sin rumbo. Fui al bar. Entré, llena de esperanza.

—¿Aún lo busca? —preguntó el barman.

—Sí.

—No ha vuelto por aquí.

—Gracias.

Salí y regresé al departamento. Me duché, lloré arrodillada, me vestí, preparé ropa para mi bebé y fui al hospital.

Pero él ya no estaba en su habitación.

—¿Dónde está mi hijo? —pregunté a la recepcionista.

—Fue trasladado hace una hora a la sala VIP del cuarto piso. Los mejores médicos lo revisaron. 

—¡QUE! Pero yo no tengo como pagarla.

— Oh no se preocupe, el dueño del hospital pagó todo.

— ¿y quién es el dueño?

— La corporación Gardner.

—Ashton… —susurré.

Subí corriendo. En la habitación 407, mi bebé dormía en una cama más amplia. Anna dormía en el sofá.

—¿Cómo le fue? —me preguntó.

—Creo que encontré un donante.

—Alabado sea Dios.

—Puedes irte a descansar. Yo me quedo con él.

—Gracias.

Me acerqué a Erick. Acaricié su cabello negro. Abrió sus ojitos.

—Mami…

—Hola, mi amor. ¿Cómo estás?

—Tengo hambre. Quiero ir a casa.

—Pronto, mi vida. Pronto.

Le di su osito y un poco de comida. Comió feliz y volvió a dormirse. Lo abracé. Acaricié su cabello mientras dormía.

Por ti, hijo… lo haré todo.

Tomé el celular. Marqué el número. Al segundo timbre, una voz grave contestó.

—¿Aló?

—Hola, señor Gardner. Soy yo.

—¿Tomó una decisión?

—Sí. Acepto.

—Bien. Mañana estaré en el hospital a primera hora con el contrato. Prepárese.

—Gracias… y gracias por cambiar a mi bebé de habitación.

—Solo es una muestra de que hablo en serio.

—Gracias igual.

Colgué. Sí. Estaba vendiéndole mi alma al diablo. Pero si con eso salvaba a mi hijo, lo valía.

Lo abracé. Besé su frente.

Y con su pequeña manito entre las mías, me preparé para los cinco años más duros de mi vida.

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