La Orden era una organización secreta financiada de manera extraoficial por algunos pocos gobiernos mundiales, solo aquellos que estaban enterados de la existencia de los vampiros.
Su objetivo era velar porque los vampiros no se extralimitaran al cazar humanos. Desde que unos cuantos países se enteraron de su existencia, acordaron tratados con la sociedad vampírica, los cuales les permitían a estos cazar sin problemas a aquellos humanos que constituían un lastre para la sociedad: criminales, indigentes, trastornados mentales y todas aquellas personas que no serían reclamadas por nadie.
Los Gobiernos participantes de estos acuerdos encontraban el sistema útil, pues limpiaba sus calles de aquellos que representaban una carga social para el Estado.
Pero, de vez en cuando, algún vampiro incumplía el tratado y cazaba personas productivas. Entonces, la Orden intervenía y castigaba a los infractores de la Ley. Esa era su misión oficial, aunque todos dentro de la organización sabían que su misión iba más allá.
Los cazadores miembros de La Orden eran jóvenes que entrenaban incansablemente. Dotados de habilidades suprahumanas como fuerza y resistencia aumentada, capacidad regenerativa acelerada y algunos con habilidades psicoquinéticas y telepáticas, eran blanco constante de estudios por parte de los científicos de la organización, quienes buscaban la manera de deshacerse definitivamente de los vampiros.
Todos en la organización despreciaban la Ley que les permitía a los vampiros cazar, así fuera a individuos dañinos para la sociedad. Sin embargo, no podían luchar abiertamente contra esta, ya que la existencia, tanto de la organización como de los mismos vampiros, era un secreto para la población mundial y solo unos cuantos lo conocían y lo usaban a su conveniencia.
Karan, líder del equipo Élite de La Orden, sentado en el sillón de una de las salas de descanso de la organización, no escuchaba lo que Adriana decía. Los vítores de sus compañeros ante el relato de la última aventura de la joven parecían no llegar a sus oídos. Su mente se hallaba trazando un plan para rescatar a Amaya.
El general anteshabía dicho que seguramente ella se encontraba prisionera en la fortaleza del príncipe Ryu, a quien nunca habían enfrentado. Él era demasiado poderoso y La Orden no tenía necesidad o quizás no se atrevía a luchar contra él. Pero ahora era necesario hacerlo, solo que el Concejo no estaba interesado en rescatar a su amiga, por lo tanto, él tendría que llevarlo a cabo solo.
Ese día, más temprano, estuvo vigilando cerca de la fortaleza del príncipe, estudiaba el terreno para encontrar alguna vulnerabilidad. El edificio se hallaba en las afueras de la ciudad y resguardado fuertemente por una pared amurallada. Cámaras vigilaban en todas direcciones. El portón electrónico de vez en cuando se abría para dar entrada o salida a autos blindados de vidrios ahumados y camiones que llevaban provisiones. En ningún momento pudo hacer contacto con alguno de los sirvientes. Parecía imposible poder entrar o salir de allí. Sin embargo, él debía descubrir la manera de hacerlo. Y si no la encontraba, iría diariamente hasta que la ocasión se presentara. Nada le impediría rescatar a su amiga.
—Y entonces, ¿qué te parece Karan? —La voz de Adriana lo sacó de sus cavilaciones.
Adriana, su compañera élite más cercana después de Amaya, era trigueña y menuda, pero eso no la hacía menos capaz que el resto de cazadores. De hecho, era quizás la más poderosa porque dominaba la telepatía y la psicoquinesis.
—Sorprendente —dijo Karan sin emoción alguna. La muchacha lo miró entristecida.
—No escuchaste nada de lo que dije, ¿verdad?
—Discúlpame, por favor —le contestó el joven apenado—, es que yo…
—Tú sigues pensando en ella —lo interrumpió Adriana—. Quizás sea cruel lo que voy a decir, pero pienso que no hay nada que hacer, sabes bien que los vampiros no toman prisioneros. Ella está perdida.
—¿Cómo puedes saberlo? ¿Si fuera alguno de ustedes no quisieran ser rescatados? No voy a abandonarla, al igual que no lo haría si estuvieran en su lugar y del mismo modo que ella no lo haría. Si el Concejo no quiere ayudarme, lo haré solo, pero no descansaré hasta rescatarla.
—¿Cómo sabes que sigue viva?
—No lo sé, Adriana, pero lo siento. Estoy seguro de que ella no está muerta.
Adriana lo miró pensativa, luego suspiró.
—Te ayudaré. —Los demás también se sumaron a la causa—. ¿Qué has averiguado?