Regresamos a casa. El trayecto es corto, pero mis pensamientos lo hacen eterno.
Voy callada, mucho más que de costumbre.
Él lo nota, aunque no dice nada. Mi alma está en guerra; quisiera gritarle toda la verdad, pero la lengua se me traba.
Soy una cobarde.
Tengo miedo… miedo de perderlo otra vez.
De que al saber todo, se levante y se marche.
Y esta vez… no regrese jamás.
Ese miedo me ahoga. Me quema el pecho. Me hace sentir sola, incluso a su lado.
Al llegar, me aferro a la rutina. Me obligo a respirar hondo, sonreír, fingir calma. Me encierro en la cocina.
Le preparo su cena favorita. Esa receta que su madre le enseñó y que yo aprendí de memoria solo para verlo sonreír. Él no la recuerda, no importa.
Pongo la mesa en el jardín, donde el aire huele a bosque, a noche limpia. Él me ayuda a colocar las velas. Cenamos ahí, bajo el cielo abierto.
No hablamos mucho.
Mi estómago está cerrado por la ansiedad. Apenas pruebo la comida. Él lo nota.
—¿Siempre piensas tanto? —pregunta, con esa med