Cuando Olivia llegó a casa, el peso del mundo se desplomó sobre sus hombros. Apenas cruzó el umbral de la puerta, sus piernas cedieron, como si todo su cuerpo se negara a sostener el dolor que llevaba dentro.

Cayó de rodillas en la sala, las manos temblorosas, la mirada perdida, y un sollozo contenido que finalmente se liberó como un torrente.

Sus padres, sentados en el sofá, se incorporaron de inmediato, alarmados. Su madre corrió hacia ella, y su padre se acercó con el rostro lleno de preocupación.

—¡Olivia! —exclamó su madre, arrodillándose junto a ella—. ¿Qué pasó? ¿Estás herida?

Su padre la tomó por los hombros, intentando calmarla.

—Hija, míranos. Háblanos, por favor.

Olivia no podía hablar. Tenía un nudo en la garganta tan espeso como el miedo que le había oprimido el pecho durante días. Las palabras le pesaban más que la culpa, más que la vergüenza, más que el horror de revivir lo que había vivido.

—No… no puedo… —susurró con voz entrecortada—. Es demasiado…

—Claro que puedes