Miranda estaba destrozada.
Todo el trayecto de regreso a casa fue un mar de lágrimas incontenibles.
Las calles pasaban borrosas a través del cristal del auto, pero nada podía borrar de su mente las palabras de Ariana, su frialdad, su rechazo... su odio.
La crueldad de lo que había vivido la alcanzó con fuerza, como un golpe brutal. El dolor se acumulaba en su pecho, cada palabra de Ariana perforando su alma, haciéndola sentir como si algo irreparable se hubiera quebrado en su vida.
Cuando entraron por fin a la casa, el silencio fue lo último que Miranda pudo soportar. El nudo en su garganta explotó en un grito que salió de lo más profundo de su ser, como un animal herido.
—¡Es tu culpa, Arturo! ¡Es tu culpa! —gritó, girándose hacia él, golpeando su pecho con los puños, su rostro bañado en lágrimas—. ¡Ariana me odia por ti! ¡Por tu maldita traición!
Arturo, atónito, intentó sujetarla con fuerza, pero sin herirla, abrazándola contra su pecho mientras ella sollozaba desconsolada.
El peso