—¡No sé en dónde está Ariana! Lo juro —dijo Arturo, con la voz quebrada por la desesperación.
Sergio lo miró con los ojos entrecerrados, examinándolo, buscando en sus gestos alguna grieta que delatara una mentira. Su incredulidad era palpable.
No confiaba en Arturo, no creía en nadie. La frustración lo consumía; sus puños temblaban por la rabia contenida.
—Será mejor que lo averigües. Si quieres seguir con tu empresa, entonces ¡hazlo! —Su voz se elevó, ronca, amenazante—. Te doy un día. Si para mañana no sé dónde está mi esposa, entonces despídete de tu imperio, Arturo. Míralo caer en pedazos frente a tus ojos.
Dio un portazo al salir.
La habitación quedó en silencio, pero en la mente de Arturo, el eco de esas palabras se repetía una y otra vez, como una sentencia.
Con un golpe seco sobre el escritorio, se llevó las manos al rostro.
Su respiración era irregular. ¿Cómo había terminado en ese infierno?
Todo por culpa de Miranda. Si tan solo ella no se hubiera involucrado en este desastre