Sergio estaba en su celda, solo, aislado, como una fiera que había perdido el juicio.
Desde su llegada, su temperamento explosivo había provocado enfrentamientos casi mortales.
Dos veces estuvo al borde de ser asesinado a golpes por otros reclusos.
Nadie lo soportaba. No se callaba, no se doblegaba. Por eso lo relegaron a una celda de aislamiento, un rincón sin ventanas, donde apenas podía ver la luz del día.
Ahí, el tiempo se volvía una tortura invisible, lenta, implacable.
El espejo diminuto colgado junto al lavabo le devolvía un rostro que ya no reconocía.
Tenía la ceja partida, una cicatriz nueva en el pómulo, y los ojos... vacíos.
Estaba perdiendo la razón.
Leía cuando podía, repasaba mentalmente las calles que conocía de memoria, el rostro de la mujer que amó y destruyó.
Pero nada llenaba el hueco que lo devoraba por dentro.
Ese día, el chirrido metálico de la puerta lo hizo girarse con rapidez.
Un guardia, seco y sin emoción, habló:
—Tienes una visita.
Sergio se quedó perplejo p